Por desgracia el progreso aparte de grandes beneficios para la sociedad también trae consigo algunas consecuencias no deseables; el peligro de extinción del lince ibérico es una de ellas y así hemos podido contemplar los esfuerzos de veterinarios, biólogos y naturistas, poniendo la tecnología al servicio de una especie en peligro. Pero esta no es la tónica general. Hay más especies que puede que en unos años, pocos, ya sean simplemente un recuerdo; y lo que son las cosas, en el lince se reconocen todas sus virtudes y son suficientemente ensalzadas, pero hay casos en los que esto no es así.
Existe una especie que probablemente se extinguirá con un corte de coleta, la de Carlos Escolar Frascuelo, último ejemplar del toreo clásico. Un toreo diferente a lo que nos quieren acostumbrar, un toreo en el que todo tiene un sentido y en el que se pretende llevar al toro por los cauces que marcan los cánones de la lidia; otra cosa es que el toro dé más o menos facilidades.
No sé si la actuación de Frascuelo ante los mansos de Navalrrosal y José Ignacio Charro ha sido la última del madrileño en la plaza de su pueblo, eso ya se verá, y nadie podrá decir que estuvo a la bien, no vamos a ser tan ciegos, pero tampoco nadie podrá negar que volvió a dar una clase de torería, aunque turistas, advenedizos y despistados no se percataran de ello. Su actuación se redujo a detalles, pero que detalles, una verónica y una media para hacer un cuadro, unos lances por bajo para recoger al toro y unos trincherazos que hicieron retorcerse al toro buscando la tela roja. Pero como el toreo no parece ser un bien universal, en el momento en que el torero se disponía a machetear al toro para intentar suavizar la embestida de su oponente, se empezaron a escuchar pitos en los tendidos. Quizás a lo más que podíamos aspirar era a esos detalles que nos supieron a gloria. También hay que reconocer hubo fases en las que quizás se pudo apreciar alguna ausencia de facultades, con la cabeza muy despejada, pero con el físico algo más limitado. Quizás en otro tiempo hubiera limado la áspera embestida del cuarto de Charro, pero lo que no habría logrado nunca es convertirlo en un toro bravo, como así les pareció a muchos que le ovacionaron en el arrastre y que consideraron que no fue suficientemente aprovechado, olvidando su feo comportamiento en el caballo, buscando el lado del peto por el que no había palo, empujando de lado y el descaro en retorcerse de dolor al sentir las banderillas en su lomo. Pero a otros aún nos quedaba el regusto de ese toreo de antes.
Muy diferente fue la actuación de Fernando Robleño, torero pundonoroso y con un toque épico que arrebata a las masas, pero con pocos recursos lidiadores, si por ello se entiende el poder al toro y no limitarse a estar allí delante, a ver si aguanta toda la faena con los pies en el suelo. Evidentemente que esto tiene su mérito; seguro que ninguno nos apuntaríamos a ganarnos el pan entre tanto sobresalto, pero el toreo no es plantarse a merced de los caprichos del toro, o por lo menos yo creía que no era así. Bien es verdad que el de San Fernando aguantó el molesto calamocheo de su primero, su pertinaz obsesión por buscar el refugio de las tablas e incluso no le importó ponerse a arrancar pases al de Charro pegado al olivo. Pero quizás algunos habrían agradecido más ver al toro retorciéndose con pases por bajo o un eficaz macheteo para que el animal se enterara quien mandaba allí. Esta medicina tampoco le habría venido mal al quinto, al que le administró una faena ratonera, no utilizando la muleta como un instrumento de poder y de dominio, quitándosela de la cara violentamente y sin conseguir los efectos deseados para poder entrar a matar con mayores garantías.
Luis Miguel Vázquez evidenció su bisoñez en la profesión. Por momentos parecía que podía llegar a algo, como en el sexto, pero inmediatamente cedía terreno y dejaba que el toro se le subiera a la chepa y eso es mala cosa, aunque fuera con una mansada como la que salió por los chiqueros de las Ventas. Y como mandan los usos y costumbres del toreo moderno, toda la labor del manchego se reducía en ver si podía dar pases, muchos pases, sin importar las condiciones del toro. Si hoy está instaurada la faena de derechazos y pases de pecho y a veces algún intento de natural, pues no se hable más, a cumplir con el guión y luego juzgaremos al torero por el número de trapazos conseguidos; lo de lidiar se queda para esos melancólicos que ovacionan a ese señor mayor nada más acabar el paseíllo, ese al que quieren conservar como si fuera el lince ibérico. Pero con quien no hay que tener esa deferencia es con la moruchada que desde Las Veguillas nos mandó el señor Charro, unos con mucha cuerna y otros, como el sexto, que parecía salido directamente de una lata de arenques. Mala forma de coger antigüedad.
Ya pasó la esperada tarde de Frascuelo en la que el aficionado esperaba reencontrarse con el toreo y que como algunos presagiaban, se estrelló con un ganado mal escogido o bien según se mire, dependiendo de los intereses de cada parte. Lo que sí está claro es que tendremos que ir pensando en otro valedor del toreo clásico, porque el tiempo es testarudo y no deja de avanzar y llegará el momento en el que los ruedos estarán poblados únicamente de corderos inermes y danzarines con las medias rosas y entonces todos nuestros esfuerzos sólo podrán dirigirse a salvar el lince ibérico.
Existe una especie que probablemente se extinguirá con un corte de coleta, la de Carlos Escolar Frascuelo, último ejemplar del toreo clásico. Un toreo diferente a lo que nos quieren acostumbrar, un toreo en el que todo tiene un sentido y en el que se pretende llevar al toro por los cauces que marcan los cánones de la lidia; otra cosa es que el toro dé más o menos facilidades.
No sé si la actuación de Frascuelo ante los mansos de Navalrrosal y José Ignacio Charro ha sido la última del madrileño en la plaza de su pueblo, eso ya se verá, y nadie podrá decir que estuvo a la bien, no vamos a ser tan ciegos, pero tampoco nadie podrá negar que volvió a dar una clase de torería, aunque turistas, advenedizos y despistados no se percataran de ello. Su actuación se redujo a detalles, pero que detalles, una verónica y una media para hacer un cuadro, unos lances por bajo para recoger al toro y unos trincherazos que hicieron retorcerse al toro buscando la tela roja. Pero como el toreo no parece ser un bien universal, en el momento en que el torero se disponía a machetear al toro para intentar suavizar la embestida de su oponente, se empezaron a escuchar pitos en los tendidos. Quizás a lo más que podíamos aspirar era a esos detalles que nos supieron a gloria. También hay que reconocer hubo fases en las que quizás se pudo apreciar alguna ausencia de facultades, con la cabeza muy despejada, pero con el físico algo más limitado. Quizás en otro tiempo hubiera limado la áspera embestida del cuarto de Charro, pero lo que no habría logrado nunca es convertirlo en un toro bravo, como así les pareció a muchos que le ovacionaron en el arrastre y que consideraron que no fue suficientemente aprovechado, olvidando su feo comportamiento en el caballo, buscando el lado del peto por el que no había palo, empujando de lado y el descaro en retorcerse de dolor al sentir las banderillas en su lomo. Pero a otros aún nos quedaba el regusto de ese toreo de antes.
Muy diferente fue la actuación de Fernando Robleño, torero pundonoroso y con un toque épico que arrebata a las masas, pero con pocos recursos lidiadores, si por ello se entiende el poder al toro y no limitarse a estar allí delante, a ver si aguanta toda la faena con los pies en el suelo. Evidentemente que esto tiene su mérito; seguro que ninguno nos apuntaríamos a ganarnos el pan entre tanto sobresalto, pero el toreo no es plantarse a merced de los caprichos del toro, o por lo menos yo creía que no era así. Bien es verdad que el de San Fernando aguantó el molesto calamocheo de su primero, su pertinaz obsesión por buscar el refugio de las tablas e incluso no le importó ponerse a arrancar pases al de Charro pegado al olivo. Pero quizás algunos habrían agradecido más ver al toro retorciéndose con pases por bajo o un eficaz macheteo para que el animal se enterara quien mandaba allí. Esta medicina tampoco le habría venido mal al quinto, al que le administró una faena ratonera, no utilizando la muleta como un instrumento de poder y de dominio, quitándosela de la cara violentamente y sin conseguir los efectos deseados para poder entrar a matar con mayores garantías.
Luis Miguel Vázquez evidenció su bisoñez en la profesión. Por momentos parecía que podía llegar a algo, como en el sexto, pero inmediatamente cedía terreno y dejaba que el toro se le subiera a la chepa y eso es mala cosa, aunque fuera con una mansada como la que salió por los chiqueros de las Ventas. Y como mandan los usos y costumbres del toreo moderno, toda la labor del manchego se reducía en ver si podía dar pases, muchos pases, sin importar las condiciones del toro. Si hoy está instaurada la faena de derechazos y pases de pecho y a veces algún intento de natural, pues no se hable más, a cumplir con el guión y luego juzgaremos al torero por el número de trapazos conseguidos; lo de lidiar se queda para esos melancólicos que ovacionan a ese señor mayor nada más acabar el paseíllo, ese al que quieren conservar como si fuera el lince ibérico. Pero con quien no hay que tener esa deferencia es con la moruchada que desde Las Veguillas nos mandó el señor Charro, unos con mucha cuerna y otros, como el sexto, que parecía salido directamente de una lata de arenques. Mala forma de coger antigüedad.
Ya pasó la esperada tarde de Frascuelo en la que el aficionado esperaba reencontrarse con el toreo y que como algunos presagiaban, se estrelló con un ganado mal escogido o bien según se mire, dependiendo de los intereses de cada parte. Lo que sí está claro es que tendremos que ir pensando en otro valedor del toreo clásico, porque el tiempo es testarudo y no deja de avanzar y llegará el momento en el que los ruedos estarán poblados únicamente de corderos inermes y danzarines con las medias rosas y entonces todos nuestros esfuerzos sólo podrán dirigirse a salvar el lince ibérico.