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David Adalid nos rompió la voz en un grandioso par de banderillas |
A la salida de la plaza había opiniones para todos los
gustos, los más seguían cuadrándose en la cara de aquel barrabás y sacando los
brazos casi prendidos de los alamares, una y otra vez, otros solo eran capaces
de decir “¿Has visto?”, incluso los que jaleaban el valor de lo hecho por los
tres espadas. Y no digo yo que no lo tuvieran, pues es de mérito el plantarse
delante de semejantes mastuerzos con malas ideas, disponiendo de tan escasos
recursos lidiadores. Pero con tanto coraje como el que se planta en medio de
una vía esperando al AVE o el que mirando al mar cree que va a lograr frenar el
temporal… o no.
Por supuesto que respeto y valoro que Robleño, Castaño y
Alberto Aguilar se apuntaran a la corrida de Palha y que aguantaran allí hasta
el final con una dignidad bárbara, la misma que le falta a muchos cuando se
ponen a exigir una admiración no ganada, con unos animalejos chicos, insulsos y
bobones. Pero uno realmente no va a los toros a ver a tres valientes, además se
espera que aporten algo más que valentía. No quiero ni locos, ni suicidas, ni
desesperados, ni gladiadores, yo quiero ver toreros que sepan como dominar a un
toro con el capote y la muleta.
Orgulloso estará el señor Folque de lo que echó al ruedo de
Madrid. Toros que parecían un catálogo de los horrores taurinos, solo a primera
vista. Luego al verlos evolucionar la cosa empeoraba ostensiblemente,
ostentóreamente, como diría el expresidente de uno de los líderes actuales de
la liga de las estrellas. El primero justito de presencia, empujó de lado y
luego le valió con un picotazo y las banderillas que le hicieron revolverse de
dolor; con un pitón izquierdo para no perdérselo de vista, pues más parecía la
llave a la enfermería, que se pasaban de unos a otros los toros portugueses. El
segundo de una lámina preciosa para ser una cabra, no tanto para toro de lidia,
entraba a los capotes como lo hacen los mulos a la alfalfa, empujó sin codicia
alguna en el caballo e incluso se arrancó con cierta alegría en la segunda
vara, desde media distancia. La misma desde la que acudió a la muleta al inicio
de la faena, pero ya con mucha menos galanura; era el prólogo de un último
acto, en el que al animal le tocó el papel de zombi, o sea, de muerto viviente,
para que se me entienda, pero con las fuerzas suficientes y malas entrañas de
enganchar a su matador y buscarle cuando este estaba en la arena a su merced.
El tercero, un novillo casi toro, pero novillo, despreciaba los capotes que le
ofrecían, se volvía al revés, fue al caballo sin pararse, para derribar en esa
primera cita. Para la vez siguiente, como ya se lo sabía, le intentaban poner
en suerte, pero entre que ya no estaba para caballos y entre que los de a pie
no eran capaces de quitárselo de encima con un remate, tardó un mundo en volver
al peto, que fue el que pagó la cuenta de su mansedumbre. Mientras le tapaban
la salida corneó y corneó la guata, o sucedáneo. Un toro complicado, haciendo
hilo y con mucho que torear, cruzándose mucho en las embestidas, parándose, una
joya. Al cuarto no se le vio en el caballo, pues las dos veces le metieron
debajo del peto, empujaba fijo de lado, con el pitón izquierdo, que parecía el
que tenía más entrenado para soltar tarascadas, convirtiendo el segundo tercio
en un continuo ay. Esperaba a los de los palos, se dolía de los arpones. Podía
estar dispuesto para muchas cosas, pero no para que se parara nadie a pegarle
pases. Un derrote escalofriante que el matador esquivó como pudo. Otra prenda
del afamado ganadero portugués. El quinto era otra cabra, pero vaya cuernos,
que no es que me queje yo del tamaño, pero si la cosa va en armonía, cuerpo,
cabeza, edad, peso, casi es mejor, porque entonces podremos hablar de trapío,
que no es ni muchos cuernos, ni mucho peso, ni muy grandón, el trapío es algo más
serio que eso. Pues como decía, el quinto ya salió escarbando, fue al caballo
al relance y se quedó parado en el peto, sin hacer intención de nada. En la
segunda vara se le metió debajo del caballo, sin tan siquiera señalar el puyazo.
No paraba de perder las manos, pero a pesar de todo le quedaban fuerzas para
defenderse con mucho peligro y amparándose en las tablas. En la muleta se comía
al matador por el pitón derecho, sin meter la cara abajo y revolviéndose muy rápido
buscando que se quedaba por allí que pudiera interesarle para ensartarle con
esas dos lanzas que le nacían de las sienes. El último siguió la línea marcada
por sus primos, porque con lo distintos que eran los seis, no podían ser hermanos,
si acaso primos y muy lejanos. En lo único que se les podía sacar parecido es
en el aspecto anovillado de la mayoría de los Palha. Recibió dos picotazos de
los dos caballos cuando asomaban al ruedo, coincidiendo con la gira que el toro
había emprendido por el ruedo. Bien sujeto en la primera vara, aguantando el
incesante cabeceo del animal para quitarse aquello que le molestaba en el
morrillo. El segundo encuentro fue más liviano y se limitó a un picotazo, antes
de salirse suelto de la suerte. En el último acto acusó el defecto de acostarse
mucho por el pitón derecho, lo que dificultó la labor de su matador. Fue el último
de la vacada portuguesa que se reafirmó en el mal estado que viene demostrando
desde hace años, manteniéndose muy lejos de aquella corrida que nos emocionó a
todos y que sirvió para que el señor Folque sacara pecho, demasiado diría yo,
cuando quería enseñar a todo el mundo a criar toros. Pues ahora bien le vendría
ponerse al día e intentar levantar este hierro.
Sobre los tres matadores, Robleño, Castaño y Alberto
Aguilar, a ver como digo yo como fue su actuación ni herir sensibilidades,
especialmente la de los amantes de los gladiadores de luces. Realmente
demostraron no saber lidiar, no saber colocarse o si lo sabían, no lo
practicaban y sea el tipo de toro que sea, pretenden hacer siempre su faena a
base de derechazos y naturales, sin importarles si están toreando, si solo dan
trapazos al aire y si están pudiendo al toro. De acuerdo que habrá quien me
diga que los hay que mandan en el escalafón y que todavía tienes más
limitaciones que estos, lo cual es una realidad más que evidente, como también otros
opinarán que qué pintan aquí ahora las figuritas y su corte celestial; pues
también es verdad, pues ahora estamos hablando de toreros de verdad y aquellos…
Fernando Robleño, que abría el cartel, venía precedido de
importantes triunfos conseguidos esta temporada ante compromisos muy serios. Pero
el madrileño no tuvo su día; mal en la lidia, descuidando ponerlos correctamente
en suerte en el caballo y quedándose deambulando por las proximidades como un
bulto sospechoso. En el primero se empeñó en pegar pases, a pesar del toro, que
estaba por la fiesta. Abusó del pico, se destapó en alguno de pecho y al final
el toro acabó atropellándole la muleta. En el que hacía cuarto sí que le recogió
bien para recibir a un toro que se revolvía muy rápido, pero luego no tuvo
reparos en tirar al toro contra el caballo, ni en meterlo debajo del peto, quedándose
de nuevo a estorbar. Con la muleta volvió a lo de pegar pases y tuvo que ver
como la perlita de Palha le tiró un viaje malintencionado para que se decidiera
a machetearle tímidamente, invirtiendo el orden lógico que exigía el toro. Primero
darle por bajo hasta que se le endulzara el carácter y después, si le quedaba
resuello al toro, ver si admitía algún derechazo o algún natural.
Javier Castaño se ha investido en los últimos tiempos como
el paradigma del lidiador, aunque en Madrid no hemos todavía podido verle
plenamente en esa faceta. Al segundo de la corrida le empezó a torear con pases
por alto con los pies juntos y uno del desprecio, que siempre suele ser muy
jaleado por los más sensibles, vaya o no vaya toreado el animal. Se puso
pesado, metiendo el pico y queriendo que el marmolillo se moviera, pero ya no
era posible. Se tiro a matar y resultó enganchado, protagonizando unos momentos
dramáticos, en los que el toro volvía una y otra vez sobre el torero, con la
certeza de tener la presa segura. Y si este no tenía nada, el quinto aún menos,
un manso instalado del tercio hacia adentro, que se defendía. Por el lado
derecho se comía al torero, que con muchas dudas se limitó a pasarle sacando el
culo y con muchas precauciones. Pero lo más destacado, quizás de la temporada,
y que fue claro reflejo de lo que era el Palha, lo evidenció David Adalid, un
torero de una pieza. No había forma de sacar el toro entablerado en terrenos
del 6 y 7, capotazos y más capotazos, hasta que apareció el banderillero y
apartó de allí a todo el mundo. Al hilo de las tablas de le le encaró con
majeza y galanura de modo desafiante. Uno esperando y el otro a conquistar la
plaza. Le citó, el toro se arrancó, Adalid tuvo que aplicarse a modo para poder
ganarle la cara y, por el pitón derecho cuadrando y clavando reunido en la
cara, aguantó que el toro le tocara el “bordao”, y sin inmutarse, con el hocico en la cara, se
apoyó en los palos y salió de la suerte limpiamente. Puede que sea “el par”
desde hace muchos años para acá. La plaza retumbó en un estallido de emoción,
dejando escapar la tensión acumulada en un rotundo olé. Aquí no había lugar
para “bienes”, ni otras mangachuchas del toreo moderno. A un par con el corazón,
le respondió el corazón. Un segundo par en las mismas condiciones, la gente expectante,
lo anterior era ciertamente insuperable, pero señores, esto es el toreo. Se
cuadró igual, atacó el par igual, pero el toro ya se sabía el truco y se le
defendió aún más. No clavó tan reunido, pero volvió a echar la moneda de la vida
al aire; y ganó. La plaza era una locura, pero de las de antes, no la de los
claveleros felices por contarle las orejas al vecino. Pero ¿qué queda de la
plaza de Madrid? Su degradación no se ve solo en la concesión de orejas, en la
benevolencia de los públicos modernos, también se ve en la racanerí a de no
empujar al banderillero a dar la vuelta al ruedo, por ese tercio de banderillas
era para haberse pasado a recoger las felicitaciones de toda la concurrencia.
Alberto Aguilar probó a torear a sus toros por uno y por
otro lado, en el primero aguantando que cortaba por el derecho, que se le
paraba por el izquierdo, en el sexto, tras unos naturales muy peleados, pasó a
meter el pico y a pegarse mil carreras para recolocarse, muy valiente, pero muy
vulgar, tirando de arrimón en el tercero y de querer sacar pases de uno en uno
en el sexto; pero parece ser que nunca se le pasó por la cabeza lo de torearle
por bajo, con poder y quebrando al toro para poder entrar a matar. Un valor
absurdo y poco fructífero, que demuestra que está dispuesto a dejarse coger,
pero esto no es así, esto sí que es verdad que tiene muchos riesgos que el
torero debe asumir, pero hay que minimizarlos todo lo posible a fuerza de
conocimientos del toro, de su lidia, de los terrenos y si se puede, con arte. Esto
no es la lotería, que si el toro quiere te coge, y si no, no. El toreo es David
Adalid, que vio el peligro, lo asumió, pensó en torero y con valor y saber,
como decía Corrochano que debían ser los buenos banderilleros, encontró toro en
todos los terrenos, hasta en los de la fortaleza de un Barrabás que quería
cobrarse la pieza de un torero, que no de un gladiador.