El maletilla, el capa, es uno de esos personajes poliédricos
que han habitado el mundo del toro, que igual encarnaban al extremo el
romanticismo de los que querían ser toreros, como se convertían en paradigma de
la golfería, la picaresca y una forma de vivir en la que no se respetaba nada,
aunque sus formas aparentaran lo contrario. Hoy pedían asilo en un pueblo, eran
acogidos por una familia que compartía con ellos el puchero y al día siguiente
desaparecían, de la misma forma que lo hacían dos o tres gallinas del corral de
los samaritanos que les abrieron las puertas de su casa. Iban recorriendo las
fiestas de los pueblos, capeando un ganado maleado, viejo y que en cada derrote
buscaba el bulto con descaro. Un duro y arriesgado aprendizaje en el que las
primeras letras de la gloria eran las de aprender a defenderse de los gañafones
del morlaco, de los mozos del pueblo y en no menos ocasiones del cabo de la
Guardia Civil.
No era extraño ver a los capas por las carreteras con el
hatillo al hombro, esperando que alguien les acercara a una finca cercana. Esto
era ir como un rey, sin tener que estar pendiente de los vigilantes de los
trenes en los que viajaban de matute. En estos casos, si el buen samaritano era
aficionado, hasta se permitía una charla de toros y hasta pensar si no habría
llevado al nuevo Belmonte. Llegaban a las placitas de tientas como abejas a la
miel, trepaban a las tapias y esperaban a que el ganadero o el maestro que
estuviera tentando, con permiso del propietario, les hiciese una señal para
bajar al ruedo y poder mostrar lo que llevaban dentro.
Pero ya no quedan maletillas, bueno sí, uno y con rango de
capitán general, Conrado, el maletilla de Ciudad Rodrigo, que con unos pocos
años, ha seguido matando su afición pegando algún que otro muletazo en los
Carnavales del Toro. No sé si sigue o no, pero pasaba de los ochenta y aún
seguía con ese querer ser torero. Muy menudito, con el pelo blanco y con cara
de querer echar para adelante. Pero creo que aparte de Conrado, no debe quedar
ya ninguno que haga los caminos al viejo estilo. Las cosas han cambiado mucho,
lo que no quiere decir que no sea un trayecto lleno de baches y curvas cerradas
con peligro de salirse de la carretera. El aprendizaje empieza en las escuelas
que hace años empezaron a prodigarse por toda la península. Como en todo, estas
tienen sus detractores y sus defensores. Personalmente pienso que es mucho
mejor aprender en un sitio fijo y recibiendo las enseñanzas impartidas por
profesores que vayan haciendo crecer al torero, que no a golpes y tropezones
por esos mundos de Dios.
Habrá quién ya se haya mostrado en desacuerdo con mi último
párrafo y lo entiendo; por eso paso a explicarme de inmediato. Las escuelas en
si son beneficiosas, creo que no hay nada más productivo para el mundo del Toro
que el que haya Escuelas de Tauromaquia. Otra cosa es lo que en estas se
enseñe. Si lo que los chavales aprenden es lo que es el toro, la lidia, la
historia, el por que de todo esto, el respeto al toro, el amor, en definitiva a
este espectáculo y se les hace entender el objeto final de la Fiesta y el papel
que ganaderos, empresarios, apoderados, toreros y público, interpretan en esta
función, ya habremos ganado mucho. Pero claro, ¿cuántas escuelas hay en la actualidad
que se ciñan a esta idea del Toreo? No lo piensen más, como decía aquel al que
le preguntaban que cuántas veces había estado en Londres, una o ninguna.
Las Escuelas de Tauromaquia, donde podemos incluir los
Centros de Alto Rendimiento, ese eufemismo creado para poder conseguir mayores
réditos económicos, enseñan a pegar pases y a evitar que el toro coja a los
chavales. Pero claro, hay dos formas de conseguir esto, o a través del
conocimiento del toro y sus comportamientos durante la lidia y los instrumentos
que esta pone a su alcance o por medio de la trampa, el engaño y la soberbia
del ignorante que se cree superior a cualquiera que no se haya puesto.
Enseguida tiran de eso del respeto. La cosa es saber pegar muchos pases y que a
uno le canten aquello del “Bieeeeejjjnnn torero”. Si a esto unimos que las
vacas de que puedan disponer para aprender nunca son suficientes y a veces no
llegan para todos, pues el resultado es el que es. Porque claro, no nos
engañemos, tal y como andan las cosas, si el padre del mozo pone el parné sobre
la mesa o si en su lugar lo hace un “ponedor”, entonces ya tenemos garantizada
una carrera prolongada, plena de éxitos y teniendo el dinero por castigo.
Luego, cuando ya se ha desplumado al pardillo, se le echa la culpa al chaval,
que no vale, que no ha aprovechado todo lo que se le puesto en bandeja de plata
o que no se ha puesto toda la pasta que hacía falta y claro, así no se puede.
Unos a buscar otros lilas y los otros a pensar en como tapar el boquete del
niño, que un día dijo que quería ser torero.
Aunque ya se sabe que en el mundo del toro no todo es
matemática pura. También están los que no se resignan a no pelear y si hace
falta se van a Salamanca a torear en el campo, en ganaderías de las complicadas
y si hace falta duermen en el coche, porque la ilusión u las ganas de ser hacen
que las incomodidades lo sean menos. Ni el frío, ni la escasez, ni los
batacazos de las machorras, ni los desaires de alcaldes de su pueblo, o del de
su familia, ni de los aficionados/ empresarios que te dejan fuera de los
carteles de tu pueblo, por no poner dinero, por no comprar entradas o porque
quieran “hacer un favor” a alguien con más posibles. Así de fácil está la cosa.
Ahora mismo tengo a dos personas en la cabeza a un chaval al que una vez cuando
le preguntaron que de qué color era su vestido favorito, respondió que solo
tenía uno de ya usado, pero que lo que le preocupaba era ser torero, no los
colores de los trajes. Y mi otro pensamiento es para un torero, que en vías de
querer serlo, llegado un día en que le pidieron poner, como el no tenía nada
que poner, le dijeron que tirara de su padre. Este, ni corto, ni perezoso, le
contestó que su padre no quería ser torero, que el que quería torear era él, no
su padre. Duro, ¿verdad? Pues sí, aunque lo peor es que esta es la realidad de
la Fiesta solo para querer dar los primeros pasos. Quizá el denominador común
de la escuela de los caminos y la de ahora sea la frase que iniciaba todo esto:
De maletillas, aprendiendo a vivir.