miércoles, 29 de octubre de 2008






Ya se acaba la temporada, ya no nos queda nada más que prepararnos para el invierno y aguantarnos la afición, cada uno a su manera, leyendo, viendo vídeos, visitando ganaderías o dibujando toros y toreros, como es mi caso. Y luego, en primavera, cuando volvamos a las plazas, todo lo que hayamos visto y leído se lo tiraremos a la cara al primer compañero de asiento que se nos ponga por delante, o al lado. Y es que no hay nada mejor para ser un buen aficionado, que leer, leer y leer, lo de ver toros no importa tanto o por lo menos eso es lo que parece cuando vamos a los toros y oímos las cosas que oímos. Parece como si a la gran mayoría les lavaran el cerebro y les grabaran a fuego las doctrinas que valdrán para justificar a las figuritas, cuando vayan de tropelía en tropelía, cortando orejas e indultando toros hasta en las plazas de carros.
Este tipo de aficionados son verdaderos compendios de tópicos, son esos que se saben el número exacto de corridas de cada matador, están al tanto de todos los programas de radio y televisión, e incluso ¡acuden a conferencias! Esto ya es ser un aficionado de verdad, aunque luego se les ponga delante a un toro bravo y si el maestro no corta orejas, el toro no vale, aunque se coma los trapos y se lleve en volandas al caballo. Pero si el matador corta orejas, que parece ser que es lo único que importa, al toro se le aplaude, se le indulta y si hace falta, se le invita a merendar, que para eso nos hemos traído un bocadillo de metro y medio con el nombre de la peña en pan y relleno del pata negra de mi suegra, que los cura ella misma en el pueblo oiga.

Yo muchas veces he pensado y he dicho, que las orejas habría que eliminarlas. O mejor dicho, el dar orejas como trofeos, porque con tantas que dan por ahí, parece que de verdad existe una campaña para dejar a los toros sordos. Quizás entonces no se jalearían tantos desastrepases, ya que no habría presidente al que ir presionando durante la faena.

Estos herederos de don Alfredo Corrochano son los que después de años de aguantar a un torero que no destaca por nada bueno, pero eso sí, ha hecho saltar las estadísticas pegapasistas por los aires, deciden que lo convierten en maestro ¡toma ya! Pero no maestro de la eme con la a “ma”, no maestros como si se trataran del mismo Domingo Ortega. Basta recordar a Dámaso González, a quien se le contaba el número de pases en Madrid, pero de la noche a la mañana, a base de pico, vulgaridad y temple, que también hay que reconocerlo, le nombran maestro. Hoy día algo similar ocurre con el Fundi, cuyo mérito es durar muchos años. Como en el caso anterior, no se le puede discutir ni la honradez, ni las ganaderías que ha matado, pero de ahí a maestro hay un trecho muy grande. Y otro que quizás entre en este saco será Pepín Liria, el torero que más “toros malos” le ha tocado matar, aunque nadie parecía darse cuenta de un tic que mantenido durante años y era el moverse antes de acabar los pases, acortando él mismo la embestida del toro y enseñándole a revolverse antes de tiempo. Pero como el hombre, también honrado donde los haya, ha aguantado muchos años, pues hala a hacerle maestro.

Cuantos maestros y que pocos toreros de verdad tenemos en el panorama actual y que conste que no me quiero cebar con estos trabajadores del toreo, no, lo que pasa es que a los otros maestros, los Ponces, Julis, Finitos y resto del claustro, ya les tocará su turno otro día.

jueves, 23 de octubre de 2008


Qué difícil y qué fácil es hablar de toros. Difícil, porque como casi todas las artes, está llena de matices, de interpretaciones, y puntos de vista, aunque, en mi opinión, siempre debe respetarse la esencia clásica de la lidia del toro. Esto es, ejecutando las suertes según la tauromaquia clásica; ¿Que de esa forma los toros pueden coger a los toreros? Pues claro, pero de eso se trata, de que el toro tenga una mínima oportunidad y de que el torero no resulte cogido. Y no es que yo desee que cada tarde salgan los tres espadas por la enfermería, ni mucho menos, pero esa es la forma de que su arte no sea una pantomima y de que sean, con todo derecho, los héroes admirados como ningún otro ser, después de haber sometido a un animal tan fiero como el toro bravo.

Y al mismo tiempo es fácil hablar de toros porque cualquiera de nosotros nos creemos en poder de una verdad absoluta que nos permite expresar tranquilamente los fundamentos de nuestra particular tauromaquia, demostrando así nuestra ignorancia - y que conste que no me excluyo de este grupo-. Aunque yo tengo claro que no la tengo, no soy como creen muchos “un taurino que sabe mucho de toros”. Sólo me considero un aficionado que sí sabe cómo le gusta que se hagan las cosas en la plaza, fuera de la plaza, al prepararse los carteles, al criarse los toros en el campo y hasta cómo me lo cuentan los sabios del toreo.

Se me hace muy difícil digerir las opiniones de gran parte de la prensa especializada, cuando de una faena mentirosa y llena de trucos, me quieren hacer creer que ha sido una faena “para aficionados” y, en cambio, otras en las que el torero se ha jugado la cornada en el muslo ante un toro de verdad, me cuentan que no ha estado tan sublime como Joselito con los seis de Vicente Martínez en la segunda década del s. XX.

Hoy parece que se valora más el arrimón ante un toro ya parado de por sí, que ponerse a dos o tres metros, adelantar la muleta, sin estridencias de contorsionista, esperar la arrancada, embarcar la embestida, pasárselo muy cerquita llevando al toro toreado y darle la salida rematando el pase atrás, quedándose colocado para el siguiente y así una y otra vez, hasta que el propio toro obliga a que se cierre la tanda con el de pecho. Así de fácil ¿no? Lo malo es que de esta forma los toros cogen más a los toreros, pero para eso también tenemos la coartada preparada: si le cogen los toros es que no es buen torero. Lo dijo Blas, punto redondo. Pobres los Joselito, Manolete, Granero, Antonio Bienvenida y tantos otros, que cayeron por “no ser buenos toreros”. Y otros que, aunque no dejaron su último suspiro en el ruedo, salieron demasiadas veces en brazos de peones, monosabios, areneros, y muchos más, tapando con sus manos las bocanadas de sangre que salían de las heridas, que para esos matadores de toros eran el orgullo de su profesión.

A mí me queda el consuelo de intentar plasmar sobre el lienzo o el papel la forma de torear que me gustaría ver unas cuantas veces por temporada, esa que aprendí desde pequeño, cuando mi padre me decía: “No eches la pierna atrás” o “ya no agarra nadie la muleta por el centro”, aunque luego corregía la frase diciendo: “Por el centro justo no, un poco más atrás, así, como la cogía Pepe Luís”. Y yo toreaba y toreaba con mi muletita y mis lápices de colores, sin saber quién era Pepe Luís, Manolo González o Pepín Martín Vázquez, pero al Viti sí, a ese sí le conocía desde muy pequeñito.