domingo, 30 de julio de 2017

Uno está harto


Que nunca llegue la tragedia, pero nunca se pude desterrar el dramatismo inerte a la fiesta, porque en ese caso, ya no será la fiesta, será otra cosa, por supuesto, carente de la grandeza que siempre deslumbró


Tengo que confesarles que en ocasiones uno está harto de esos taurinos que parecen ser los únicos que entienden de la complejidad y dificultades que entrañan el toreo, el ser torero. Basta que surja el percance, por leve que sea, que siempre sería mejor que no se produjera, para que te escupan a la cara eso de que los toros cogen, los toros matan, hieren y truncan lo mismo ilusiones de una tarde, que vidas para siempre. Que quizá lo tengan que repetir para concienciarse ellos mismos y por eso se lo repiten en voz alta. Pues a los aficionados a los toros y a mi mismo, no nos hace falta oírlo una y otra vez saliendo de sus bocas, porque es algo que nos retumba dentro cada vez que vemos a un hombre, aunque apenas brinque la adolescencia, vestirse de luces o de corto o cuándo se nos hace presente el toro, en el campo, en la plaza o en las fotos de una tasca. Quizá por ese motivo, cuándo somos espectadores de una corrida de toros, novillos o becerros, no podemos entretenernos ni comiendo pipas, ni dando traguitos al combinado de turno, ni comentando la cena del día anterior, ni siquiera si el vecino o vecina tienen un monumental culo. Si acaso, solo si acaso, cuándo el toro ya no está en el ruedo, justo en ese momento en que uno puede destensar un poco. 

Es relativamente habitual el ver como una vez que sucede un percance, los “buenistas” se vuelven ante los exigentes y les recriminan esa crítica a las carencias del torero en cuestión, mucho más intensas si el percance lo sufre el torero de la tierra, el amigo o simplemente del que se siente fieles partidarios. Quizá nunca se han parado a pensar estos leales, en el nulo favor que hacen al pretender que su torero continúe por un camino para el que no está preparado y que a medida que más se adentra, más papeletas compra para la desgracia. Pero en esos casos, el aficionado no suele echar la culpa a nadie, ya no ha lugar para otra cosa que para la preocupación, el lamento y el deseo más ferviente para que se recupere el torero cuánto antes, mejor. Las protestas en su momento y si ni el torero, ni sus allegados, ni su peña entienden que es mejor darse cuenta de las cosas siguiendo la lógica y no por imposición del trompazo o cosas peores, mucho mejor.

Quizá estos adalides del “buenismo” puedan llegar a pensar que el aficionado no quiere que haya toreros, incluso insultan, o eso pretenden, llamando antitaurinos a los que se entregan permanentemente a su afición durante toda la temporada, después y antes de su inicio, pero no se confundan, no caigan en ese error tan habitual de querer adivinar lo que piensa el prójimo y mucho menos de acuerdo a sus parámetros de “buenismo” taurino, que a veces, sin quererlo raya en la injusticia, taurina y vital. Podían detenerse unos minutos a pensar y lo mismo llegan al razonamiento de que lo que esos aficionados quieren es que haya toreros, muchos, cuantos más mejor, pero que no haya ni un pegapases más, ni un ilusionado incapaz, ni alguien que solo pretende hacer dinero, a costa de lo que sea. Y que no sea el aficionado, el público o un presidente que da una o mil orejas los que decidan si sí o si no, que el juez único sea el toro, el único con capacidad real para poner a cada uno en su sitio.

No sé si estos “buenistas” se paran en reflexionar sobre el toro, el toreo o simplemente repiten lo que oyen a otros, no tengo ni idea, a veces les veo airados defender la libertad. Indignarse cuándo alguien parece alegrarse de la desgracia de un torero, lógicamente, no entienden tales posturas, no llegan a comprender cómo alguien se puede felicitar por la desgracia de un ser humano, sea torero o reponedor del híper, pero, ¿por qué ellos mismos nos escupen con aquellas mismas razones a los que pretendemos que se imponga el rigor, la seriedad y el toro en esto de los toros? Por favor, evítenselo y no traten de arrimar el ascua a su sardina, a la sardina de su partidismo con tal o cual torero, a la del interés porque este o el otro triunfen a pesar de lo que sea, no utilicen semejantes artimañas, semejantes trampas, tan sucias y tan rastreras con los que solo tienen como fin la grandeza del toreo, construida sobre la integridad del toro. 

Es claro que cualquier animal con cuernos coge y puede hacer daño, mucho daño, pero no se trata de eso, claro que el borrego también coge y hiere, claro que con esos también existe riesgo, pero es que esto no va de eso, no es acercarse más o menos al precipicio, ni cruzar el abismo sobre un cable de acero con los ojos vendados, nada más lejos. Esto es toreo y hay que arriesgarse lo justo, ni más, ni menos, no hay que añadir penalidades, porque el toreo y el toro ya son suficientemente complicados, como para añadir más obstáculos. La cosa es muy sencilla, es un toro y un torero, que a cada embestida tiene que darle la oportunidad de que el animal le coja, por el sitio en el que se pone y por la propia naturaleza de su oponente, pero, y ahí está lo grande, con su saber, su mando y el saber ver al toro, el hombre tiene que esquivar una, dos, quince veces, el que el pitón le cale y además, si puede, construir una obra de arte, pero hasta eso entiende el aficionado, que sabe que lo del arte no siempre es posible, ni todos están tocados por el destino para crearlo. 

Que quizá esos “buenistas” tengan la necesidad de estarse recordando entre ellos eso de que el toro coge y hasta mata, pues nada, recuérdenselo, pero no cometan la torpeza de escupírselo a la cara de los aficionados, de esos que ven al torero como un ser superior, un ser rodeado del halo mágico del toreo, seres a los que estrecharles la mano ya impone, pues esa es la mano que soportar el peso del acero y la gloria, la mano que se mancha de la sangre del toro, cuando no de la propia o la de un compañero. Quizá esta puede ser una de las diferencias entre el “buenismo” y el aficionado, unos ven al torero como una estrella a la que sobar, abrazar y pedirle fotos al llegar a la plaza, como si fueran a interpretar la quinta de Raskayú , sin entender que el torero no acceda a esta ceremonia del dislate, mientras el aficionado, si acaso, al llegar a la plaza se limite a abrirle paso, en silencio, a lo mejor algún “suerte, torero”, pero dejando al hombre en su intimidad, la intimidad del toreo, porque acto seguido se va a liar en el frío lujo del capote de paseo, para torear, para lo más grande, torear, porque en nada podrá crear arte puro y verdadero o incluso puede que no vuelva a salir de la plaza sintiendo el placer de respirar. La gloria y la muerte separada por un suspiro. Será porque otros no lo vean así, será porque no se imaginan que otros puedan verlo así, será por eso que ya uno está harto.

miércoles, 19 de julio de 2017

De animalistas, naturalistas y esa vida sana de promisión


Esa paz del campo en el tiempo de los Neardenthales

A nadie se le hace de nuevas la cantinela de los defensores de los animales por encima de todo, la de los que se convierten en adalides de la defensa de la naturaleza sin pararse a mirar a su alrededor o de esos que no paran de pontificar sobre una vida sana, esa que nos llevará a un estado de felicidad y bienestar que nos reencontraría con el paraíso. ¿Quién, salvo mentes trastornadas, no es defensor de los animales, de su bienestar? Otra cosa es que ese bienestar se entienda desde el punto de vista del ser humano, de pensar que su confort es ponerles un sofá para que se despanzurren en él, un bol de palomitas y Rin Tin Tin, con el montaje del director. Luego están esos naturalistas que han encontrado la fórmula mágica para construir un mundo mejor y no es otra cosa, algo tan sencillo, que remontarnos a la época de los Neardenthales, pero esta vez confraternizando entre las especies y los vecinos, nada de pelearse por un cesto de bayas o por un mastodonte recién cazado, hay que compartir y si no hay comida para todos, tampoco viene mal una semana sin comer, así nos depuramos por dentro. Que la cosa pinta bien, pero, ¿y qué hacemos con los más de siete mil millones de humanos que andamos por estos barrios? Que no digo yo que haya voluntarios para ser sacrificados en pos de cederle más espacio a la cacatúa del Orinoco, pero con servidor que no cuenten, que seguro que hay otras vías. Y luego viene esa moda de la vida sana, que lo mismo, ¿hay alguien que se mortifique para vivir malamente el resto de su vida? Pues no creo que sean muchos; pero ahora resulta que todo lo sano es no comer carne, la carne, mala, caca, puffff. Milenios de evolución y ahora resulta que lo bueno eran las bayas y no el mastodonte. El problema son las vacas, esas nos arruinan el planeta, hay que deshacerse de las vacas y ponernos todos a comer arroz, coles, bayas y complejos vitamínicos que suplan las carencias producidas por no comer carne. De locos, o eso me parece a mí, pero, ¿Qué tiene esto que ver con los toros? Pues es posible, nada y ahí voy yo, porque igual tampoco tiene que ver con el animalismo, el naturismo o la vida sana.

Aparentemente, las demandas de estos animalistas, naturalistas o amantes de la vida sana y, ya de paso, del civismo extremo, van dirigidas a acabar con espectáculo tan bárbaro, retrógrado e incivilizado como las corridas de toros, heredado por este mundo desde la noche de los tiempos, aunque no sabemos si viene de antes o después de lo de los Neardenthales. Eso sí, lo que parece confirmado es que por aquel entonces no andaba por medio la fundación Rockefeller, o al menos con el entusiasmo y esfuerzos económicos con que ahora defiende nuestra moral y sensibilidad en paz con el orbe. Con ese entusiasmo y entrega con que esos activistas defienden sus convicciones, ¿realmente estarán peleando por lo que creen? ¿Por qué ese acabar con los toros? Que resulta curioso que ante el panorama de la abolición de la tauromaquia no tiene ningún plan previsto y si no, basta con preguntar a cualquier entusiasta animalista/ naturalista/ amante de la vida sana, ¿y después qué? Y a lo más que llegan es a que se les deje a los toros vivir tranquilamente en el campo o que se queda todo cómo está, pero sin toros y si desaparece el toro, pues que desaparezca y si no, pues lo dejamos en la dehesa; eso sí, le damos todos los días unas monedas para que se saquen un sándwich de tofu de la máquina expendedora instalada a tal efecto en la esquina del cercado y que todos los días repone Matías, el empleado que igual hasta es un contratado de la Fundación Rockefeller, o igual no. 

Que por estos lares y por aquellos en los que hay toros, arremeten contra los toros, pero en otros vecindarios, como puede ser Canadá, Australia o San Marino, el problema son las vacas, que comen hierba, la rumian y en el proceso digestivo emiten gases que dañan la capa de ozono. Y esto no es broma, aunque tampoco puedo afirmar que sea una teoría de los expertos de la Fundación Rockefeller. El futuro es el arroz, las verduras, las hortalizas y, ¡qué curioso! El naturalismo no promueve el consumo de productos de cercanía, lo sano el consumir un cereal que se cultiva a miles de kilómetros, una hierba tropical, una hortaliza de la Patagonia o un alga que se cría diez manzanas más allá del atolón de Mururoa. ¿Solo me extraño yo de todo esto? Es que, cualquiera diría que alguien, no sé quién, estuviera pensando en ostentar el control de la alimentación mundial, implantamos unos usos y cuándo estos ya están completamente establecidos, entonces comerá quién y cuándo yo decida. Bonita manera de manejar el mundo, por la boca. Porque, ¿quién nos dice que lo del toro de lidia importa entre poco y nada? ¿Y si fuera que lo apetecible fuera todo ese espacio, que es mucho, que ocupan ahora el toro de lidia y otras muchas especies? ¿Y si la cuestión es hacerse con esos espacios y darles un uso más ambicioso? Que no digo yo que esto sea así, que son simples elucubraciones de servidor, pero, ¿por qué no? Lo que sí tengo claro es que detrás de todo esto hay algo que se nos escapa, que va más allá de toros sí, toros no, de la defensa de los animales, de la naturaleza en su estado primigenio de cuando los Neardenthales o de si mejor un chuletón de buey o de tofu. Imagino que antes o después nos enteraremos, espero que antes y que no sea demasiado tarde, pero de momento tendremos que seguir oyendo hablar de animalistas, naturalistas y esa vida sana de promisión


domingo, 9 de julio de 2017

Los toros hacen pupa  


O andas listo o te afeitan el mostacho

Aquí, metidos en pleno San Fermín, aunque confieso mi pereza matinal que me impide madrugar para ver los encierros en directo, pero no pasa nada, basta con coger el móvil o conectarte a Internet y en dos patadas ya te han destripado el encierro de pe a pa, cosas de tener amistades madrugadoras. ¡Ay! Si mi padre me viera, me daría un cachete, él que se preocupaba de levantarme a las siete de la mañana, cuándo soltaban los toros a esa hora, para verlos correr por las calles; luego me volvía a la cama, eso que no lo dude nadie. A quién se le diga, que te aficionas apasionadamente a algo por lo que te han hecho madrugar, sentarte en una piedra al sol, tragar polvo en el campo, decepcionarte tarde tras tarde, aguantar colas para sacar las entradas, penar por un abono de estudiante, pero, que hermosa afición. Pero aparte de todas estas cosas, mi padre no dejaba de repetirme que los toros hacen pupa, que no era algo a tomarse a la ligera y si no le conoces, si no sabes cómo puede reaccionar en cada situación, a verlo desde la barrera o la talanquera. 

Lo que parece evidente es que los papás de otros niños no les contaron eso de que los toros hacen pupa, mucha pupa y años después, gracias a esa falta de adiestramiento taurino, sus retoños nos regalan imágenes que más parecen trucajes de una revista de humor, que instantáneas reales. Que lo mismo ves a los toros trepar Cuesta de Santo Domingo arriba, cuándo un fulano con cámara al cuello se cruza parsimonioso como si paseara su estulticia por la Plaza del castillo; a todo lo más, un ligero encogimiento de glúteos, cómo si por dicha plaza esquivara la vomitona de un compatriota de Güisconsin. Que nadie se ofenda, pero no me digan que no era para darle un empellón y apartarle lejos de las talanqueras, vallado en Navarra. Pero cuidado, que este al menos metió para adentro el culete, quizá emulando a sus ídolos taurómacos cuándo se pasan el toro por semejante parte. Ya me le veo poniendo una conferencia a casa, a su dady, contándole cómo él y Stone King son hermanos de culo, perdón, de posaderas, perdón… bueno, ustedes me entienden, ¿no?

Pero lo que ya puede parecer el colmo de la estupidez se queda chico en comparación con esas fotografías de una señorita oriental pegada a la pared del callejón que conduce al ruedo, sin otra defensa que taparse los ojos. Pero, ¡por favor! Que eso de cerrar los ojos y gritar ¡Casa! O ¡No se vale! Eso era para jugar al “Tú la llevas”, en el recreo del colegio… en primaria, que en la ESO ya no colaba y además te jugabas las collejas de los compañeros. Pero, ¿qué me dicen de esa otra joven que camina como disimulando por el mismo callejón, por la otra banda, así cómo con cara de “yo no fui”? Se debía pensar que en esto de los toros aún cuela lo del “pío, pío, que yo no he sido”. Que esto es muy serio y muy peligroso, por favor, señores en paz con el universo, no vayan difundiendo por ahí esa idea de la docilidad y amigabilidad del toro de lidia, porque el toro mata, en la plaza, en el campo, en la luna, en Marte y por supuesto, también en los encierros de Pamplona. Que anda por ahí un señor, aunque el cuerpo me pide llamarle canalla, que anda divulgando un vídeo de él mismo retozando con un ternero de carne, haciendo creer que es un toro de lidia, salvado de la muerte en la plaza de Barcelona, cuándo el animalito contaba unos pocos meses de edad. Que habrá quién se lo crea, pero con meses no solo no se sabe la plaza de destino, sino que ni tan siquiera se puede asegurar que vaya a una plaza. Un vídeo que aún siendo falso de cabo a rabo, podría parecer inofensivo y bien intencionado, pero la realidad evidencia todo lo contrario, más bien el hacer extenderse la creencia de un carácter bonachón y apacible de todo animal con cuernos, más parecido a un perro de aguas que a la fiera que es el toro, que ataca hasta en sueños, afortunadamente, porque eso le hace único, especial y sobre todo, el convertirse en el principal protagonista y tótem de una cultura.

Así que eso de las lecturas épicas desde el punto de vista de la fiesta de don Ernesto, el naturalismo y la idea del toro cómo ser libre en las dehesas celestiales en las que vive el toro Ferdinando, esa sensación de rito de iniciación de la tribu, ese querer vivir el desenfreno del jolgorio sin límites, todo eso, todo está muy bien, pero párense a reflexionar por unos segundos, señores ciudadanos de otras latitudes, que desde hace siglos, los mozos de por aquí llevan corriendo toros, intentando conocer al toro, sus reacciones, su forma de comportarse, la diversidad de encastes, cada uno con su aquel, que se rompen la cabeza escogiendo el tramo que mejor les viene, que se preparan para que el físico, la cabeza y las piernas, les respondan, que vestidos de blanco y rojo no han ni tan siquiera olido el alcohol y que aún tomándose esto muy, muy en serio, hay veces que se ven sorprendidos por una inoportuna cornada, ¿dónde van ustedes con chanclas, con cámara al cuello, con el móvil desparramando selfies y deambulando como zombies por el encierro? Hagan el favor, háganse a un lado, porque aunque su papá no se lo dijeran en su día, los toros hacen pupa.