lunes, 28 de agosto de 2017

En la marcha de Dámaso González


Los toros no hablan, aunque muchos lo lleguen a pensar, pero seguro que llorarían la marcha del torero. QDEP.


En silencio, sin ruido, sin excesos, se marchó Dámaso González, el torero de Albacete que paseó el nombre de su tierra por todo el mundo taurino. Si quieren que sea sincero, nunca fui un entusiasta de este torero, ni de sus formas, ni de su concepto torero, no me entusiasma el encimismo, el pegapasismo, pero ¡ojo! No creo que haya muchos toreros a los que se les pueda, se les deba mayor respeto que al torero de Albacete. Habrá quién te mese desesperadamente los cabellos al leer que yo nunca me entusiasmé, pero siempre le respeté. ¿Y qué hacía que mereciese ese respeto? El toro, siempre el toro, quién da la medida de todo lo que se hace en un ruedo. Que sin ser partidario de arrimones, ¿qué quieren que les diga? No es lo mismo hacerle cucamonas a un borrego, que poder y someter a in Miura, Victorino, Samuel, de la época, Guardiola, Pablo Romero, Conde de la Corte, Juan Pedro, de los de aquellos y tantas y tantas ganaderías que otros muchos “maestros” rehuían.

Dámaso González fue ejemplo de humildad, nunca se le vio plantar cara al aficionado, nunca se le escuchó ni tan siquiera cuestionar a una plaza como la de Madrid que, acuérdense, le contaba los pases en aquellas largas faenas. Sus plazas eran la de su tierra, Valencia y muchas otras, no llegó a encandilar a Madrid, pero, ¿creen que encontrarían a un solo aficionado madrileño que le negara su mérito y el respeto debido? No, porque una cosa son los gustos, sobre todo cuándo Madrid gustaba del toreo artista, fino y elegante, combinado con el mando y el poder, algo casi imposible, pero que de vez en cuándo se daba, y ante el toro. Dámaso González nunca miraba estupefacto a los “estúpidos” que no se entregaban a su toreo, nunca le molestaron las chepas, ni los del 7, la andanada del 8, los severos aficionados de la sombra, ni le puso pegas a si esta ganadería le cabía en la muleta o no, ni farfulló eso de que a algunos les gusta la tragedia. Estaría bien que muchos figuras presentes hubieran seguido su ejemplo, pero no les veo yo a unos con disposición para ello, ni al torero que ha marchado creyendo que pudiera dar clases de nada a nadie, no porque pudiera o no pudiera, sino porque quizá su humildad se lo impidiera, pero ya digo, unas horitas de charla con él, quizá habría sido una buena medicina para tanta estúpida soberbia. 

Quizá Dámaso González no se sintió artista, ni esperaba tan siquiera alcanzar los excelsos límites del amaneramiento, pero seguro que se sentía torero, matador de toros, porque de eso no hay ninguna duda. No voy a dar nombres de toreros de su época, de toreros con los que alternó, que por sumar grandes números en aquellos años se les calificó de figuras, muchos ya no están y otros retirados hace lustros, no tienen por qué escuchar impertinencias fuera de tiempo y lugar, pero no se puede negar que lo tuvieron más fácil que el torero de Albacete. ¿Y creen que se reveló, que sacó las uñas y que se revolvió con malos modos ante aquello? Pues no, él simplemente se vestía de torero y con ese porte desgarbado se iba a matar la de Miura a Madrid, quizá era su forma de hablar. Luego, ya digo, sus maneras eran las que eran, pero ahí estaba para tragar tarde tras tarde y temporada tras temporada. Incluso en el ruedo no empleó triquiñuelas tremendistas, ni gestos exagerados para levantar los tendidos, no lo vendía, cómo se dice ahora. Se ha marchado un torero tal y cómo vivió, con discreción, prácticamente desaparecido desde que dejó los alamares, sin apuntarse a juergas mediáticas, si se le llamaba, estaba y si no, pues tampoco se metía. Así se ha ido y a pesar de no ser del gusto de Madrid, a pesar de no encandilar a muchos aficionados con su toreo, quedará en el recuerdo y todos sabrán que Dámaso González, torero de Albacete, tantas veces cosido al toro duro, al más complicado, a los hierros que a muchos hacían y hacen echar a correr a tantos y que a él clavaban los pies al suelo, es, el torero, se ha ido. Dámaso González, matador de toros, descanse, por siempre, en paz, mientras quede en la memoria del aficionado.

domingo, 20 de agosto de 2017

En la churrería del señor Casas no se va en pantalones cortos


Quizá antes de acabar con los pantalones cortos en los tendidos, se debería devolver el traje de luces al buñolero de la Plaza de Madrid.


Las cosas, y sobre todo las cosas bien hechas, no se logran en un chasquido de dedos, hace falta paciencia, despacito y buena letra que nos decían las monjas en parvulitos. No sé qué se pensará la gente a la hora de juzgar al señor Casas, don Simón, el pobre, que solo recibe críticas en su mayoría, sin que nadie le ofrezca el hombro para consolarse y anda que no hemos tenido tiempo para ofrecernos al señor Casas, don Simón, para escuchar sus lamentos; ya desde antes de que se iniciara la temporada, cuándo escuchábamos aquellos proyectos, aquellos planes de grandeza y felicidad extrema, a medida que se le fueron viniendo uno por uno abajo, ya podíamos haber hecho cola como consoladores, con perdón. Parece que hace un siglo del fracaso de la feria de San Isidro, en la que esperaba el señor Casas, don Simón, cien mil espectadores más que el año anterior y levemente supero los asistentes del otro San Isidro pero con más festejos que en el 16. ¿Y dónde estaban ustedes para consolarle después de semejante trompazo? 

Lo que le afectaría semejante revolcón, no se sabe si a él o a sus socios, porque aún nadie ha dado razón de lo ocurrido, pero que de la noche a la mañana se descolgaron con que no había más toros en Madrid, hasta mayo del siguiente año, ni temporada, ni temporado, aquí se corta por lo sano y punto. Pero ni eso le salió cómo esperaba a la Plaza Uno, que menos mal, porque cómo hubiera dos iguales, ¡todos a cubierto! Que le pensaban echar las culpas a la señora Carmena, hecho que algunos ediles madrileños se apuntaron como propio, hasta que doña Carmena dijo que el Ayuntamiento no pintaba nada en esa trifulca y la Comunidad, sin tardar ni un suspiro, confirmó que iba a haber toros cuándo tenía que haberlos. Otro berrinche para el Casas, don Simón, y hala a continuar con la temporada, aunque eso sí, sin demasiado entusiasmo; es como si el Casas, don Simón, se hubiera hecho con el negocio de una churrerría y ¡venga! A montar festejos, o mejor deberíamos decir, festejillos. Novilladas a tutiplén, a horas más bien de irse de copas que de sentarse en un tendido a contemplar las ocurrencias de el Casas, don Simón. En su haber puede contar la Plaza Uno, el haber montado un verano, además de la feria, más pobre que se pueda recordar, que hasta a los guiris les parecían penosos los carteles. Que ratos más malos ha tenido que pasar el Casas, don Simón, cuándo le contaran por teléfono, videoconferencia o vaya usted a saber, el solar en que estaban convirtiendo a las Ventas. Eso sí, el señor productor no se ha pasado por Madrid, ni para ir al aeropuerto, debe haberse dado unos rodeos por la M-45, la M-50 y hasta la M- 70, que está sin proyectar, para no tener que pisar Madrid. Con las ganas que tenía de que le dieran las Ventas y lo poco que la está disfrutando. Eso sí, no hubo, ni parecer ser que hay, hombro en el que él desahogara sus pesares.

Monta un certamen novilleril, con unos resultados más que pobres, gana un chaval, un novillero con la ilusión del que empieza y con ciertas maneras ilusionantes y ni se acuerdan de él para la Feria de Otoño. O sea, que por lo que se ve, lo del certamen les importaba entra nada y menos, que solo era un producto más de la churrería que se acababa de agenciar el Casas, don Simón, para tapar los huecos del verano y que en cumplimiento a lo ofertado para que se le adjudicara la plaza, debía cubrir el señor empresario. Pero cuidadito, que en fecha tan señalada cómo la presentación de los últimos carteles del año, donde se incluyen los de Otoño, el Casas, don Simón, no puede evitar ese afán de querer arreglar esto del toro y ni corto, ni perezoso inicia su enésimo proyecto para la plaza de Madrid, aunque este pareced empeñado y comprometido a llevarlo a buen fin. Queda prohibido terminantemente a esa chavalería de la Grada Joven, acudir al coso de la calle de Alcalá, en pantalones cortos. Ya era hora de que alguien se tomara en serio los verdaderos problemas de la fiesta de los toros y para ello, ¿qué mejor sitio que la plaza de Madrid? Pues ninguno. Y no me vengan con que los carteles cojean por todas partes, que unos parecen descolgados de la última y gloriosa feria de San Isidro, la de las mil puertas grandes, y otros montados por el doctor Franckenstein, que si interesan los hierros anunciados, es echar una mirada a los alternantes y dan ganas de poner una vela a Santa Rita por la vuelta de Taurodelta. Que me lo dicen hace diez meses y ni me lo creo. Que alguien lograra hacer buenos a los Choperita y adyacentes, ¿cabe mayor disparate? Pues sí, el disparate de el Casas, don Simón. Pero no se me desvíen del tema, no se me relajen y centrémonos en lo importante, que lo de los toros fofos con figuras aún más fofas, lo de los torazos para toreros poco y mal toreados, lo de los novilleros puestos por el Ayuntamiento y demás lindezas, nada comparado con lo de los pantalones cortos. Que uno también lo entiende, porque claro, si a todo el mundo le da por ir enseñando cacha y fresquitos, por aquello de aguantar los más de 30ª C en esas tardes de estío, ¿adónde iría a parar la industria del abanico y el agua, agua fresca a la vera de la plaza? Y lo que es peor, que vamos casi desnudos con las canillas descubiertas y nos dan ganas de protestar, sobre todo esa panda de jovenzuelos que se creen que a los toros se va a protestar cuándo les están guindando la cartera. Pues no, no y no. A ver si ya nos enteramos de una vez y dejamos las cosas claras, calladitos a aplaudir con agrado y que se sepa, ¡venga hombre ya! En la churrería del señor Casas no se va en pantalones cortos.

martes, 15 de agosto de 2017

Que Morante se hace a un lado


Pues sí, fue una gran ilusión lo que provocó Morante de la Puebla, pero al final...


Menudo revuelo que ha montado el señor Morante de la Puebla, que de la noche a la mañana va y dice que se va, que nos deja, que nos abandona el último artista fértil, que nos deja el vació, el desierto más árido e inhóspito que la mentalidad taurina pudiera imaginar, sin agua, sin vegetación, sin puestos de claveles, sin dónde comprar pipas, ni echarse un yintonis al coleto, ni tan siquiera dónde poder montarle un altar al genio; que por genio lo tienen muchos y ven con él desvanecerse todo motivo por el que seguir en esto. Se nos va un torero que un día enloqueció a la plaza de Madrid con un puñadito de quites, un torero que es posible que en su momento haya enamorado a todo aficionado a los toros, pero que con el paso del tiempo fue perdiendo adeptos al mismo ritmo que ganaba detractores que no entendían, ni compartían sus maneras. Un torero que fue construyendo un personaje cargado de adornos fuera del ruedo al tiempo que vaciaba de contenido sus presencias en las plazas.

Morante de la Puebla, aquel chaval que medio ilusionaba en sus comienzos, que tenía algo diferente, pero que tampoco era para perder los papeles, sufrió una etapa complicada que le llevó a alejarse de los ruedos con más pena que gloria y demasiadas decepciones. Quizá aquella decisión fue la más sabia y no vamos a entrar en las causas, pues esas son particulares del hombre y no creo que nadie tenga derecho a ponerse a cuestionar lo que entonces sucedió. Afortunadamente se cruzaron los caminos de Morante y de Rafael de Paula y quizá fue en ese momento cuándo brotó una personalidad que en los primeros compases sonaba a música celestial, a toreo excelso, eterno y fue cuándo es posible que se le valorara más por lo que se atisbaba que podía ser, que por lo que realmente fue. A continuación vino el cambio de apoderamiento y un cambio de sentido de 180º, sobre todo en las intenciones, en la filosofía del torero y en sus modos de enfrentarse al toro.

Morante de la Puebla inició un camino en el que todo su empeño era buscar su acomodo, sin importarle demasiado lo de alrededor, atender a la lógica y mucho menos al bien de la fiesta de los toros. Tal fue su obsesión por encontrarse cómodo, que al final más bien parecía una obsesión por adecuar el mundo a sus caprichos. Sería interesante pararse a pensar y reflexionar sobre el bien que ha hecho Morante a la fiesta, sobre cómo estaba cuándo él se incorporó y cómo la deja ahora que se va, ¿qué ha aportado a la fiesta, de importancia? Si le preguntamos a los más fieles, esos que a las críticas respondían con que era la envidia lo que guiaba a sus detractores, nos responderán que es el arte puro, la imagen viva de la estética más solemne del toreo, la expresión del artista único, pero claro, todos los artistas dejan un legado, una obra, un ejemplo de su entender el arte. ¿Qué ejemplos, qué modelos nos deja Morante de la Puebla? Y vayamos a plazas de primera, aquel día de Bilbao del casi centenar de muletazos, lo que ya dice bastante de su toreo, los quites de Madrid y momentos muy puntuales en Sevilla y poco más. No tiene un dos de mayo cómo Joselito, ni un 5 de junio cómo José Tomás, ni un toro blanco, ni una Beneficencia con un sobrero para bordar el toreo, ni una tarde en la plaza de Carabanchel, ni catorce Puertas Grandes de Madrid encarnando lo que es el toreo al natural, ni… ¿Para qué seguir? 

Lo que nos deja en la memoria Morante de la Puebla es la vergüenza de los bailes de corrales las mañanas de toros; el puro; el cafelito; cambiar el color de las rayas de picar; la chepa de Madrid, que se bajó para que hiciera el ridículo y no poderla poner de excusa; el traje de lince; el vestido de dos colores; apuntillar vilmente a un borrego estando atrincherado detrás del burladero; acuchillar a otro sin sacar el primer estoque; saludar henchido de soberbia tras recibir los tres avisos; la negativa permanente a no matar nada que no sea de las ganaderías escogidas afines al sistema; el repucharse cuál manso pregonao cuándo las cosas no iban, exigiendo no se qué respeto que cree merecer en esas circunstancias, por parte del público; la exigencia a ser idolatrado como el mayor genio parido en la tauromaquia, y ahora que si el toro es… yo qué sé cómo dice que es el toro, porque a lo mejor, lo que le sobra es eso, el toro, quizá su ideal sería el vestir de luces, pasear luciendo palmito y contoneando genialidad al abrigo de las tablas, sacudir al aire las telas y pasar a recoger las “merecidas” ovaciones que los que pagan están obligados a regalarle, haga o no haga, pero basta con que esté. Unos dirán que se va un genio, otros que un fraude y otros, hasta puede que tengan sus dudas por si tras esta despedida no se esté preparando ya la vuelta en loor de multitudes o si serán efímeras apariciones como un mesías resucitado, dos, tres tardes a lo sumo, imitando el método José Tomás, pretendiendo cobrar su buena pasta, sin complicarse la vida, sin entrar en competencia y a la fiesta… a la fiesta que la den. Que ya estaría bien que uno de sus enterradores ahora nos se nos pusiera flamenco y decidiera echar un cuarto a espadas para revitalizar esta agonía, aunque antes tendría que ganarle la pelea al personaje que parece haber ido devorando al torero, al hombre. Pero no teman, que eso no lo verán nuestros ojos, que lo único cierto, por el momento, es que Morante se hace a un lado.

jueves, 3 de agosto de 2017

Que no lo entiendo, aunque digan que es moderno


Nada tan moderno, como lo clásico, que hasta pudo ser revolucionario

Puede ser que sea que uno se ha quedado anclado en unas formas que aunque haya a quién les parezcas inmutables, a otros simplemente les sobran, no aportan nada, mientras que los más ni tan siquiera saben de su existencia y la sorpresa les hace aclamar unos modos que hace no tanto, aparte de chabacanos, habrían sido objeto de la censura más airada por parte de aficionados, no aficionados, gente del toro y profesionales de la pluma. Será que para algunos el rito forma parte sustancial de la fiesta de los toros y que usos que aunque no influyen directamente en el transcurrir de la lidia, sí constituyen una parte irrenunciable de este todo, creando esa atmósfera, alimentando una tradición y manteniendo vivo el misterio que nos permite seguir hablando de los toros como un rito sagrado en el que tarde tras tarde se sigue sacrificando a un tótem de nuestra cultura, consiguiendo paradójicamente prolongar la vida del espectáculo, de un sentimiento heredado y por supuesto del toro de lidia. La muerte como garante de vida. 

Como si fuera un árbol de Navidad, los hay que se empeñan en ir quitando adornos, una bola por aquí, quizá dos, tres, algunas tiritas de espumillón, pero el árbol no ha perdido su condición de tal. ¿Y si dos más? Luego esas estrellitas bañadas en purpurina, unas cuantas luces y quitando y quitando, sin darnos cuenta, el árbol de Navidad en su pobreza de adornos ya empieza a parecer menos árbol y más un esperpento sin sentido y desprovisto del significado que un día tuvo. Y como si fueran esos abetos desmarañados, así se ven a los chavales que a la mínima, al primer empellón, a veces incluso sin empellón, se despojan de parte de su hábito de oficiante del toreo, se quitan las zapatillas alejándolas lo más posible; si es que no hay quién haga nada calzado. O cuándo en caso de apuro siempre hay un alma buena que le levanta la chaquetilla de torear al matador; fuera despojos. Y es que creo que nunca hubo tanto topless taurino a lo largo de la historia, como lo hay ahora. Que si tanto molesta esta prenda, si tanto pesa, ahora hay un modelo de chándal magnífico, con los alamares serigrafiados que parecen dar el pego y así todos nos evitamos un mal rato. Y llegado el caso, los fines de semana en que no se toree, el maestro puede ponerse su chándal de chabacano y oro y bajarse a comprar el pan y el periódico con él y ya apurando, hasta llegarse al hipermercado del bricolaje y comprar los tableros para el zapatero del cuarto del fondo.

En muchos casos las modas, más que marcar una tendencia, son una condena, un suplicio inevitable, pero como es la moda, a tragar; y no levantes la voz, que te emparedan en el muro de las antigüallas a desechar. Lo chic que parece resultar eso de ya no liarse en el capote de paseo y echárselo por encima así como un pareo sobre el triquini en la Manga. Será que no han tenido un aficionado que les diga a estos jovencitos que hay usos, maneras, que no son solo una tradición, es mucho más, es parte del rito y en muchos casos, no son más que una muestra de la implicación del matador durante la lidia, porque el estar con la muleta y la espada esperando a que termine el tercio de banderillas, como si hubiera alguna prisa, no es más que el desinterés por lo que allí ocurre y el creer que si ocurre algo, que vaya Juanele, que para eso le pago. No sé si será moda el no cuidar la colocación en los dos primeros tercios y lo que ya supera al colmo de la tontería es esa manía que algunos, incluso ya matadores de toros, de ponerse a torear de salón con el toro en la plaza, ya sea al extremo de allá alejado del caballo o detrás del banderillero preparado para parear. Lo que digo, un claro signo de falta de afición y de estupidez taurina. ¿Y cuándo ellos, sumos sacerdotes del toreo, allá tan felices con su toro, porque suyo es y así lo consideran, deciden invitar a salir al ruedo hasta al portero de la finca, para brindarle un toro? Que no digo yo que tengan que ocultar el afecto, el agradecimiento y lo buena gente que son, pero eviten que asomen al ruedo la última colección de Emidio Tucci o la última bicoca que el homenajeado ha sacado de las rebajas de oro del Corte Inglés.

Todo esto, sin profundizar en las cuestiones propias de la lidia, pero que no deja de ser un claro síntoma de la idea que muchos tienen de esto del toreo. Porque, ¿qué me dicen de ese ponerse la gabardina, que es lo que parece cuándo ceremoniosamente se tiran el capote a la espalda para quitar por pseudo gaoneras o cualquier versión del trapaceo al aire como si sacudieran las mantas del invierno? Que algunos hasta se recrean en pecado, en lo que no parecen capaces de hacer con un lance lleno de garbo y torería. Pero repito, que lejos debemos estar algunos de estas modas poligoneras del toreo. Porque sin entrar en esos males del pico, de no cargar la suerte y demás trampas ventajistas, ¿ustedes pueden con eso de coger la de mentira, que me niego a llamarle ayuda, porque siempre ha sido, es y será la espada de mentira, y que el matador la tire como si le apestara o en el mejor de los casos la clave en la arena? Así, cómo si estuvieran parcelando el ruedo y necesitaran una referencia para saber de dónde a dónde van las patatas, las coles o las tomateras. Eso sí, a continuación se enredan en eso de los “naturales” con la derecha, como si ya fuera el sumum, el éxtasis del arte torero y del chachachá. ¿Cómo se puede concebir un matador que durante el tercio de muerte no tenga siempre en la mano la espada, el estoque? Son muchas cosas, demasiadas, quizás, que nos podrían tener aquí durante horas y si los aficionados se pusieran a hablar, entonces no haríamos otra cosa que incrementar con largura la lista de despropósitos taurinos difíciles de entender y explicar. Costumbres que imitan todos, viejos y noveles. Que se impone el bajonazo y todos a tirar a la paletilla, que las estocadas traseras, pues a practicar la colonoscopia taurina, que ya no se descabella por aquello de no marrar y venga el folklore. Pero, ¿quién es el culpable de todo esto? Pues es evidente que los que cometen tales despropósitos, los que no solo no se los corrigen, sino que se los fomentan con eso del “véndelo”, como si de chalanes de feria se tratara y los que no solo no lo censuran desde los tendidos, sino que además se rompen las manos a aplaudir y hasta consideran tales numeritos merecedores de premio. Y este es nuestro castigo de tarde sí y tarde también, pero, ¿qué quieren que les diga? Que no lo entiendo, aunque digan que es moderno.