lunes, 25 de enero de 2010

Antoñete contra Antoñete



Si ha habido un símbolo del toreo de verdad en los últimos años, ese ha sido Antonio Chenel “Antoñete”. Tras volver a los toros allá por los años ochenta, el torero del barrio de las Ventas personalizó el clasicismo más puro, el arte y la torería por todas las plazas del mundo.

Antoñete se empeñó en que nadie olvidara qué es cargar la suerte, sin exageraciones, embarcar la embestida y rematar el lance. Con el capote enganchaba al toro en los vuelos el capote, meciendo la embestida como si acunara a un niño. Una, dos, tres, cuatro verónicas y la media enroscándose el burel a la cintura. Una media belmontina, pero quizás más estética aún si cabe. Con la muleta en la mano era un maestro y un exponente muy claro de lo que es el toreo hondo, con pases profundos, que no largos necesariamente. En el toreo de Antoñete, como en el torero clásico, los pases no pueden ser muy largos, o no tanto como quieren hacerlos ahora. Es muy fácil poner los límites; desde donde el torero puede poner la tela adelantando la mano, hasta justo detrás de la cadera cuando se remata atrás. Eso hace que el lance sea hondo. Hoy prima la longitud más que la “jondura”. Ahora no se duda en alargar el brazo con la muleta torcida para tirar del toro con el pico y describir una amplia línea alejada del matador, para acabar allí en las lejanías de éste con un mantazo que no hace otra cosa que vaciar la embestida.

Cualquiera que se detenga en analizar el toreo de Antoñete verá qué él, como cualquier clásico, se traía el toro hacia su cuerpo bajándole la mano, para despedirlo detrás de la cadera, haciéndole describir un arco. Y no me voy a meter en eso de la “geometría del toreo” porque ya ha habido gente mucho más sabia que yo que lo han explicado mucho mejor de lo que yo pueda soñar.

Pero ¿dónde está esa pelea de Antoñete contra Antoñete? Pues justamente en el momento en que el torero se convierte en comentarista. Es una de las contradicciones más grandes del toreo: lo que el matador hizo y lo que el comentarista dice. Y es que según el segundo, el primero era un vaina y según el primero, el segundo es sólo palabrería. Ignoro lo que ha empujado al maestro a tal situación, aunque me lo puedo imaginar, pero, en ocasiones, las personas asumen un papel, aunque sea sin querer, al que no pueden renunciar. O sí, pero causando un daño muy grave. Un símbolo de la torería y del clasicismo no puede venderse descaradamente al puro mercantilismo porque lo que consigue es tirar por tierra toda su obra anterior y equiparar la vulgaridad imperante con aquello que era puro arte.

Pero para que nadie se olvide de lo que era torear, aquí dejo una muestra, que no quiere decir que sea lo mejor del maestro de Madrid, pero que si sirve para que el que quiera enterarse, pues que se entere y el que no, sólo tiene que sintonizarle cualquier tarde en cualquiera de las retransmisiones con que nos “obsequia” la prensa del movimiento.


martes, 19 de enero de 2010

Un ganadero opina






Gracias a este estupendo medio que es Internet, he podido escuchar la opinión del ganadero de Javier Pérez Tabernero, Javier Clemares y el tipo de toro que quiere criar, para el tipo de fiesta que quiere hacer perdurar. Por un lado no entiendo nada, por otro ya lo comprendo todo y por otro estoy profundamente decepcionado. ¿Qué nos queda si un señor ganadero dice lo que sigue?: “Quiero que el torero cuando vaya a la plaza disfrute, no que pase miedo”. Pero, ¿es que se quiere suavizar todo tanto que pretendemos que los toreros se conviertan no en matadores de toros sino en acaparadores de palmas, vítores y parabienes?

Pero el señor Clemares de los Pérez Tabernero de toda la vida, no cree que ese sea su límite del absurdo y añade: “Me da gusto el toro que se desplaza, que tiene quince o veinte muletazos humillando, desplazándose y el torero goza, que ni se entera que esta allí, y aquello se pone boca abajo”. Y se queda tan pancho.

¿Y qué quiere decir esto? Pues sencillamente lo que dice, que esto es un negocio en el que se trasladado el eje de rotación del toro a cualquier otra cosa, el torero, el empresario, los veedores, la prensa o cualquiera que pase por allí, excepto el verdadero protagonista: el toro.

Así se entiende eso que también dice sobre las corridas toristas, de las que no es nada partidario. A saber que entiende por corridas toristas. Si por ello entiende las corridas en las que el toro enorme, descastado, y que no embiste sino que, en el mejor de los casos, topa, pues seguramente que a nadie le gustarán, pero si la corrida de torista es del tipo de los Palha que se lidiaron este San Isidro pasado, pues creo que no hay color.

Este señor no quiere el toro encastado, bravo o manso, noble o con genio, al que hay que poder dándole su lidia, picándole, y sometiéndole hasta que acabe entregándose al matador. Es en ese momento cuando el hombre ha podido al animal y lo corona con una estocada en todo lo alto. Entonces si que “aquello se pone boca abajo”. Esa si es la fiesta de los toros, o por lo menos lo era hasta hace unos años y lo es para unos cuantos que nos negamos a aceptar esa pamema en que la quieren convertir esta panda de “taurinos antitaurinos”, porque estos son los verdaderos antitaurinos y los que acabarán con este espectáculo.

Y lo peor es que el señor Clemares no se muere de la vergüenza después de echar tanta estupidez por su boca, y no se muere porque probablemente será la voz de otros muchos que piensan y actúan como él. A ver si nos enteramos de una vez que cada arte es como es y ni puede ni debe usurpar la personalidad de otras, por mucho que nos gusten. No podemos pretender que los toros sea un espectáculo musical porque el toro salga al toque de clarín o porque la banda municipal nos amenice durante la faena de muleta; tampoco podemos pretender que sea un espectáculo pictórico porque las lías del tercio vayan pintadas o porque se pinte en el ruedo el escudo de la localidad cuando la corrida es extraordinaria; pero lo que tampoco podemos es pretender que los toros sean un ballet, por el simple hecho de que un señor vestido de colorines empiece a poner posturitas y a contonearse como Josephine Baker con su taparrabos de plátanos. Los toros es un arte lleno de estética, que inspira a músicos, pintores, poetas y hasta bailarines, pero en el que la emoción que provoca el juego de la vida y la muerte no puede cambiarse por ningún sucedáneo. Nada tendría sentido, ni el toreo, ni las ferias, ni la fiesta y a lo mejor ni la propia cría del ganado bravo. Entonces sí que sería un abuso. Si se cría un animal sin peligro, sólo para que sea testigo de las cucamonas de un torero, que además no se entera que el de las patas negras está ahí, entonces nada de esto tendría sentido. Entonces sería mejor que esto tocara a su fin y que los que lo vivimos ahora como algo más grande que una simple afición, nos quedáramos con el recuerdo de una pasión creada en torno a un animal único al que se enfrentaban unos seres especiales oponiendo arte y conocimientos a la casta y a la bravura. Pues nada, señor Clemares, siga tan feliz socavando los principios de la fiesta de los toros, pero ¡ojo! Igual entre tanta felicidad no se entera de que se está quedando sin negocio y con cara de tonto.

miércoles, 13 de enero de 2010

Recordemos a Julio Robles



No voy a negar mi admiración por Julio Robles, el torero salmantino de Fontiveros, Ávila. Son muchos los recuerdos que tengo de él. El primero el día en que en un mano a mano se despedía el Capea de novillero, del público de Madrid para doctorarse en Bilbao tres días después. Una tarde en que mi padre nos llevó a toda la familia a los toros y desde la última fila del tendido alto, unas veces mirábamos al ruedo y otras buscábamos la forma de protegernos de la lluvia. El cartel era la repetición del domingo anterior, con la exclusión de Angelete, con novillos portugueses de Cunhal Patricio. Aquella tarde mi padre sentenció: El Capea va a ganar más dinero, pero Robles es mejor torero. Habrá quien no esté de acuerdo, pero seguro que también los hay que confirmarían esta opinión.

Eran otros tiempos en los que un novillero salía como absoluto triunfador después de dar tres vueltas al ruedo, como lo hizo Robles el domingo anterior, sin necesidad de cortar orejas; al contrario de lo que ocurre hoy en día, que si no hay orejas es la decepción y si las hay es la sensación. En Julio de ese mismo año también tomó la alternativa como su paisano el Capea y a partir de ahí los dos siguieron caminos muy diferentes en cuanto al concepto del toreo y número de actuaciones de cada uno.

El toreo de Robles no era un toreo de batalla, lo cual no quiere decir que en ocasiones rehusara la pelea, no. Y de ahí sale otro de los recuerdos de este torero, la época en que se quiso montar, a mi parecer, una falsa competencia entre él y Ortega Cano. Este se revolvía en el ruedo dando réplicas a los quites de capote del salmantino queriendo, pero no pudiendo igualar uno de los mejores toreos de capote de los últimos años. Robles se limitaba a repetir el mismo quite que su compañero, pero a su manera. Una manera que dejaba en evidencia las carencias del cartagenero. ¡Cosas del toreo! Eso si era competencia. Tú vas por aquí y toreas tal que así, pues yo lo hago así y se acabó. Ahora la competencia se traduce en “yo no toreo con ese” o “tiene envidia de que a él no le han dado la medallita”.

Pero como muchas veces se ha repetido, por culpa del capote, a veces puede que no se le hiciera justicia con su toreo de muleta. Interpretaba un toreo muy puro, muy próximo al ideal de la tauromaquia y con una gran facilidad y naturalidad, templando la embestida y rematando atrás rompiéndose ligeramente la cadera, pero sin retorcimientos.

Yo he apuntado tan solo estos dos recuerdos, pero fueron muchas las tardes en las que enamoró al público de Madrid, ya fuera en San Isidro, en el verano venteño, antes de la feria o en otoño. Para hacer el toreo no necesitaba mirar al calendario. Nosotros si lo hacemos y por eso hoy hemos echado de menos a Julio Robles, el que iba a ganar menos dinero, pero iba a ser mejor torero.

martes, 5 de enero de 2010

Andrés Vázquez, torero castellano



Andrés Mazariegos Vázquez “Andrés Vázquez”, antes el “Niño de Villalpando” y antes “El Nono”, ha sido uno de los últimos grandes representantes del toreo castellano y casi del toreo clásico. Una vida de torero con un aprendizaje y vida profesional “como las de antes”. Antes de formarse bajo el manto de Saleri II, le tocó empezar a curtirse en la dureza de los festejos por los pueblos de España, matando lo que saliera por toriles; una marca que influyó para siempre en su forma de hacer tal y como él mismo reconocía en una entrevista:

Aprendí de todo: desde la técnica defensiva para dañar al toro, sin que se dieran cuenta las gentes de los pueblos, que esperaban a cualquier duda del maletilla ante el toro para darte con el garrote en la mano, hasta la comprensión y seguridad que daba dibujar uno o dos lances limpios y ceñidos.

Andrés Vázquez siempre fue muy respetado y valorado por el aficionado, no tanto por los advenedizos de la fiesta, pero siempre valía la pena verle torear. Y como ocurre con muchos toreros, la consecución de un gran éxito se vuelve en su contra y se convierte en una injusticia. Pocos hay que no relacionen los éxitos del zamorano con el despegue de Victorino Martín, pero su valor va mucho más allá de esto, que no deja de ser una verdadera hazaña, o como dirían los cursis de hoy en día, “una gesta”. Pero su trayectoria está llena de Victorinos, Santacolomas, Atanasios, Apés (de Antonio Pérez) y de otras muchas más ganaderías a las que las figuras no les ponían demasiados buenos ojos.

Yo recuerdo a Andrés Vázquez con un andar muy personal, o eso me lo parecía a mi, y una manera de torear con el capote a la verónica que ya no se ve, para rematar con su verónica enredándose el toro a la cintura, con evidentes aires belmontinos, y la forma de manejar la muleta y de entrar a matar. Todo con una verdad, temple y naturalidad, exclusivas de unos cuantos elegidos.

Pero lo que son las cosas, hoy parece que Andrés Vázquez no haya existido nunca, y al que se le niega cualquier tipo de homenaje o reconocimiento. Quizás será por no ser simpático o quizás por decirle a más de uno que como se torea ahora es mentira y eso no gusta. Quizás lo mejor sea verlo como se desenvolvía con aquellos Victorinos y que cada uno saque sus propias conclusiones.