viernes, 28 de agosto de 2009

¡Manolete ha muerto!


Esta madrugada a las cinco y siete minutos de la madrugada, Manuel Rodríguez “Manolete” ha dejado de existir. A consecuencia de la cornada de dos trayectorias que le asestó Islero, quinto de la tarde de la corrida de Miura celebrada en Linares ayer 28 de agosto, donde alternaba con Gitanillo de Triana y Luís Miguel Dominguín. Islero, negro entrepelado y bragado, de 495 kilos y marcado con el número veintiuno, prendió a Manolete en el momento en que entraba a matar, introduciéndole el pitón por el triángulo de Scarpa. Entró en la enfermería de la plaza en estado de shock y tras ser operado allí mismo parece que incluso llegó a recuperar la consciencia.

Posteriormente el diestro cordobés ha sido trasladado al Hospital Municipal de Linares, siempre acompañado de una extensa corte de amigo y seguidores, entre los que estaba D. Álvaro Domecq, de quien se le ha practicado una transfusión de sangre de brazo a brazo. Se dice que Manolete incluso ha llegado a hablar, mientras se esperaba que llegara de Madrid un novedoso suero que se esperaba que le ayudara en su recuperación. Pero todo ha sido inútil, casi inmediatamente después de inyectarle dicho suero, Manolete se desvaneció y murió.

Según la opinión de varios testigos del festejo, Manolete entró a matar muy despacio, lo que aprovechó el de Miura para cogerle, otros dicen que ese fatídico suero fue el motivo determinante para que el “Monstruo” expirara. De cualquier forma, el único hecho indiscutible es que en Linares se fue uno de los fenómenos taurinos más importantes de la historia, que trascendió más allá de las plazas y que todos los agostos desde hace sesenta y dos años, muere en el recuerdo de los aficionados.

lunes, 24 de agosto de 2009

Tarí tarí tarí… el toro ya está aquí


De eso se encargó Ana María Cascón, de criar, elegir y mandarnos un toro de verdad, que nos hizo olvidarnos del tremendo calor que hacía en la plaza de Madrid. Pero que esté tranquila la ganadera, que no le vamos a pedir que todos sus pupilos sean igual de aplicados. Eso es como pedir a la Consejería de Educación que todos los niños nos salieran como Einstein o Picasso.

El joven con cuatro añitos cumplidos en julio, se llamaba Buscón y ya de salida le dio que hacer a Francisco Javier Corpas, que no fue capaz de fijarlo en su capote a base de mantazos. En esto que asomaban los picadores y allá que se fue el toro para empujar como un león, o mejor dicho, como un toro bravo. El picador, José María Expósito, debió pensar que se le venía encima un mercancías, pero sin amilanarse lo más mínimo, le cogió muy bien y aguantó los embites en la puerta de toriles, evitando un derribo que ya estaba cantado. Podía parecer que Buscón apretaba a favor de querencia, pero en la segunda cita con el caballo totalmente a contra querencia empujó igual o mejor y casi consiguiendo descabalgar al picador. Pudo haber habido una tercera vara, pero ésta quedó en el limbo del señor presidente. Tal brío no era fácil de convertir en arte, aunque el de Ana María Cascón sólo pedía que alguien se plantara delante suyo con los pies clavados en la arena y le dijera por dónde tenía que ir. El encargado de ello era Francisco Javier Corpas, quien se limitó a poner la muleta y a dar trapazo tras trapazo. Sólo en una tanda de naturales estuvo un poco a la altura de las circunstancias. A un animal con esta categoría no se le puede andar intentando engañarle con el pico de la muleta aceleradamente. No se puede estar todo el día pidiendo que el toro se mueva y cuando sale nos rebasa por delante y por detrás y por la derecha y la izquierda. El cierre a tal recital de trapazos y de embestidas de enorme calidad no fue otro que una media caída, ¡a la suerte contraria! ¿El premio? Una oreja, y como aquí a lo que se viene es a eso, pues ya está, lo de torear es otra cosa.

El confirmante Carnicerito de Úbeda, con nombre de regusto torero, evidenció la falta de contratos. Apuntó que su idea del toreo no es la misma que la de Corpas, pero no lo pudo demostrar con ninguno de sus dos toros. En el primero algo más claro no acabó de confiarse y sólo nos dejó varios naturales que nos hizo esperar más y con el segundo no se podía hacer demasiado. Si con uno se vieron detalles, con el otro sólo pinceladas. Pero como se decía antes, no me importaría volver a verlo, aunque creo que no nos lo permitirán.

Serranito reivindicó su condición de torero modernista que se mueve como pez en el agua entre retorcimientos, toreo desde la lejanía, abuso del pico de la muleta para vaciar las embestidas hacia fuera e intercalando esas feas carreras entre mantazo y trapazo.

Pero también hubo una corrida de Juan Luís Fraile muy en el tipo Graciliano, que no respondió a la expectación que tuvo en otra época, pero que fue una corrida de toros de verdad, con sus problemas y dificultades, incluso a veces con toros complicados, pero al fin y al cabo fueron toros y como tales, dignificaron a sus tres matadores, porque lo hicieran mal, bien o regular, tuvieron que enfrentarse a toros. Eso sí, sin indultos, ni tratamiento de ¡Oh, Augusto Máximo de la Tauromaquia!

sábado, 22 de agosto de 2009

El toreo clásico ayer y hoy

Hoy me ha venido a visitar un vídeo de uno de los toreros más importantes de la historia de la tauromaquia. No tuvo más popularidad que la que procedía de los toros, ni se caso con una actriz de moda, ni tuvo un lío con esta o aquella y ni tan siquiera se le recuerda una polémica con algún compañero. Quizás lo más sonoro fue cuando rompió con su apoderado de toda la vida, pero aparte de esto, de este torero sólo se le recuerda su mano izquierda, su pase de pecho, la pureza con que ejecutaba todas las suertes y el clasicismo de su toreo. Este torero se llamaba y se llama Santiago Martín El Viti. En el ruedo no tenía cara de contar chistes, pero es que no era eso para lo que la gente le iba a ver. Fue el torero que más cobró en su época, algo digno de reseñar si se tiene en cuenta que alternó con El Cordobés, el referente máximo de aquellos años y al que yo me resisto no sólo a llamar maestro, sino que casi me niego a llamarle torero. Entiendo y comprendo que muchos no estarán de acuerdo con esta opinión muy personal, pero si hago caso a quien me metió en el alma este veneno que se llama fiesta de los toros, no puedo pensar de otra forma.

Para mí el ser torero y el ser aficionado a los toros no puede pasar por un fenómeno social como fue El Cordobés. Al comenzar a escribir este texto nunca pensé que fuera a acabar hablando de Manuel Benítez, es más, nunca pensé que fuera a hablar de él en este blog, pero tampoco es malo dejarse llevar de vez en cuando.

Pero ahora creo que lo mejor es disfrutar del reportaje que presenta otro torero de Salamanca, Juan Diego, para el que seguro que El Viti ha sido un referente, como para todos los toreros de Salamanca y para todos aquellos que quieran caminar por la senda de la pureza, la verdad y el toreo de siempre, el toreo eterno no sujeto a modas, ni excentricidades de torero malo.

Hace unos días me llegó un correo de un muy buen aficionado de Linares, José Luís Bautista y que me dijo una frase que me encantó, que en seguida le dije que se la iba a plagiar y que ahora la aplico constantemente como baremo para clasificar a los toreros. Me decía José Luís que hay toreros que sienten el toreo y otros que lo practican; pues bien, El Viti lo sentía.


lunes, 17 de agosto de 2009

El bueno, el feo y el malo


O quizás habría que decir mejor: el regreso de un viejo conocido, la vuelta de un conocido del que acabamos de saber si quería ser nuestro amigo y la puesta de largo de un chiquito con un nombre lleno de esperanzas. No se puede decir que el aficionado que se acercó a la calle de Alcalá esperara ver la corrida del año, pero sí es verdad que esperaba algo. Esperábamos y encontramos a un Juan Mora maduro, sereno, más hecho, con ese no sé qué que suelen dar los años. Lástima que, con ese gusto y ese arte que siempre ha tenido, haya dejado marchar tantas oportunidades y tantos toros a lo largo de su carrera, en la que tuvo momentos de no demasiada lucidez. Aún recuerdo cuando se vio anunciado cuatro tardes en San Isidro y después de la primera no se le ocurrió otra cosa que decir por la tele que el público de Madrid era tonto. ¡Para qué más! Él solito convirtió la que podía haber sido su feria en un auténtico camino de espinas. Una y otra vez los “tontos” le estuvieron respondiendo con la misma moneda, enseñándole para quién debería estar montado este espectáculo, que no es una función sólo para “ellos”, los profesionales y los demás a callar. Pero como Juan Mora siempre ha sido torero pidió perdón y los mismos “tontos” se lo aceptaron. Esos mismos “tontos” que, aunque algo más viejos, le recibieron con una cerrada y cariñosísima ovación en su vuelta a Madrid, conscientes del camino que ha tenido que andar, de la estrepitosa cornada que le tuvo más para allá que para acá, del golpe muy reciente de la pérdida de su padre y de las injusticias que ha tenido que aguantar a lo largo de su carrera. Especialmente si se le compara con otros “fenómenos” que sí que han hecho fortuna en esto de los toros y que incluso ahora se les tilda de “maestros” o “figuras”.

No tuvo suerte Juan Mora con el ganado, bueno ni Juan Mora, ni nadie, incluidos los que nos sentamos en la ardiente piedra de Madrid, y juro que en esta expresión no hay nada de retórica. El ganado flojo como él solo, no aguantaba ni una simple regañina en el caballo, ni que se le amagara con bajarle un poquito la mano, y nos tuvimos que conformar con ver un poco del capote del extremeño, con conatos de arte cuando el lance era para los adentros, porque para los medios no quería saber nada de nada, y con ver como un torero daba por concluida la faena, montaba la espada y se tiraba a matar, evitándonos la horrorosa y habitual imagen del matador dándose un paseíto hasta las tablas para cambiar la espada de “mentira” por la de “verdad”.

El segundo que venía y que no sabíamos si era galgo o podenco era José Luís Moreno, el cordobés que unas veces parece que quiere ser amigo del aficionado y otras te pega un tartazo en toda la jeta, y además se queda a mirar para verte la cara. No es que tuviera como el mismísimo Paquiro porque le costó ver que el pitón del toro era el izquierdo. Hasta entonces hubo mucho paso atrás, mucho toreo al hilo del pitón y con desconfianzas. Cerró la faena con unos bonitos ayudados por bajo y una entera caída que le permitió darse una vuelta encantado con la oreja que le concedió el respetable.

Los aficionados con recuerdos más lejanos venían llenos de ilusión al ver en los carteles el nombre de César Girón, ¡toma ya! Ya se frotaban las manos cuando en estas apareció el hijo de Antonio Ignacio Vargas, que empezó la tarde con un tremendo susto cuando le cogió el toro y le mantuvo una eternidad suspendido del pitón. El trance podría haber hecho dimitir a cualquiera y decir que confirmara otro, que él ni estaba, ni se le esperaba. Pero debía ser por la casta Girón, que allá que se fue a seguir la tarea. Pero lo de torear es algo más que casta y algo menos que retorcerse y meter el pico. Parece que es el recurso del pataleo, que lo intento hacer bien y no me sale, pues meto el pico y se acabó. Pero ya habrá quien le diga que así no y si no lo quiere ver, pues qué se le va a hacer.

Y hoy hemos podido ver para qué son los actuales alguacilillos de la plaza de Madrid, para darse un paseo a caballo y para dar un abrazo a todo al que le den una oreja, porque para lo demás que no cuenten con ellos. Ya pueden los peones hacer que los toros se estampen contra las tablas, ya pueden correr el toro desde dentro del callejón o colocarse dónde les venga en gana, ya pueden los picadores hacer la carioca, quedar a merced del toro sin que nadie les acompañe para auxiliarles o que el callejón parezca el concurso de mazurcas de la verbena de la Paloma, ellos se limitan a hacer el Tancredo y no decir nada de nada. Qué tiempos aquellos en los que se oía la fusta restallar contra las tablas para llamar la atención a cualquiera que quisiera sacar los pies del tiesto. Aquellos alguaciles que cuando saludaban daban la mano con un caramelo, pero que estaban pendientes de la lidia, de acompañar a los caballos en su recorrido por el ruedo, de estar pendientes de dónde se ponía cada uno en el ruedo, se si se le tapaba la salida al toro o de que no le hicieran dar vueltas y vueltas para que doblara antes de tiempo. Hoy como muchas cosas más, son casi un elemento decorativo.

jueves, 13 de agosto de 2009

Ignacio Sánchez Mejías, el mito después de las cinco de la tarde

Hoy se cumplen 75 años desde el fallecimiento de Ignacio Sánchez Mejías, que para resumir podríamos decir que era torero. Torero de leyenda y no sólo por su forma de torear, que me lo podría llegar a imaginar aunque lógicamente no llegué a verle en los ruedos por casi cinco décadas, sino por todo lo que a él se refiere. Desde esa historia que decía que se hizo vistió de luces por afán de aventura y por poder emparentar con el gran Joselito el Gallo a través del matrimonio con la hermana de éste y vencer su máxima que decía que su hermana sólo se casaría con un torero.

La leyenda de Sánchez Mejías creció por la forma en que llegó a matador de toros, cuando se embarcó para México de polizón, donde empezó de banderillero; tal y como se decía que se tenía que empezar a ser torero. Fue aprendiendo el oficio acompañando a las figuras de la época y de entre todas ellas sobresalía una: Joselito. El que al fin consiguió que fuera su cuñado, con el que actuó como subalterno y con quien alternó la tarde de Talavera, esa en que se fue el rey de los toreros y en que el mismo Ignacio lloraba inclinado sobre la cara del que unos llamaban Gallito, en una imagen que ha quedado para la historia.

De Ignacio Sánchez Mejías se ha dicho que si hubiera nacido en Estados Unidos se habría convertido en una película, pero puede que para ser lo que fue era necesario que hubiera nacido en España, en la Sevilla de finales del XIX. Hijo de una familia acomodada y que inexplicablemente para sus contemporáneos, decidió hacerse torero, ¿para qué? Si no tiene que escapar del hambre, ni se le exige continuar ninguna dinastía torera. Pues de la misma forma que cuando se cansó dejó de vestirse de luces, también según cuentan y según confesó a José María de Cossío, porque ya era muy mayor para salir ante tanta gente con unas medias de color rosa.

A nadie se le hubiera ocurrido, ni se le ocurre hoy en día, que un torero fuese capaz de ser el cronista de las corridas en las que él mismo intervenía, al mismo tiempo que estrenaba una obra de teatro en Madrid. Pero igual que el tiempo tiñe de gloria ciertos hechos que no fueron tan notables, a veces también olvida cosas de gran importancia. Esto es lo que le ha ocurrido a Ignacio Sánchez Mejías con la historia de la literatura, y es que él fue el decidido impulsor y mecenas de la generación del 27, de la que yo no voy a hacer ninguna valoración, y si alguien la pide le recomiendo que lo haga en el blog amigo “En ocasiones leo libros”. Ahí satisfará sus inquietudes literarias, doy fe.

Esta relación con los literatos de su tiempo no fue ni mucho menos anecdótica, su impulso no fue sólo organizar el homenaje a Góngora en Sevilla, germen de la “institucionalización” de dicha generación, aunque probablemente se habrían acabado uniendo por otra vía, pero el hecho es que fue Ignacio el que percibió esa idea de grupo, de sentimiento y de inquietudes comunes entre todos ellos.

El fin del torero y el inicio del mito lo marcan las cinco de la tarde del poema de Federico García Lorca, cuando Granadino, de Ayala, le prendió en la plaza de Manzanares el 11 de agosto. Allí llegó para sustituir a Domingo Ortega y para compartir cartel con el mexicano Armillita, Corrochano y el rejoneador portugués Simao da Veiga. Se negó a ser operado de una cornada de doce centímetros en la ingle derecha por ese miedo suyo a las enfermerías de los pueblos y, herido, volvió a Madrid. Así fue como tomó forma el mito, el 13 de agosto de 1934, a las cinco de la tarde.

lunes, 10 de agosto de 2009

No os dejéis engañar por los turistas


Esto lo deben tener en cuenta los tres toreros de la corrida del domingo en Madrid, que más parecía estar montada para los forasteros que para los fieles parroquianos de la piedra de las Ventas. Y no hubo que esperar mucho para ver que aquello estaba dominado mayormente por “aficionados” del extranjero. Que felices tuvieron que ponerse los timbaleros cuando vieron cómo se les jaleaba el anuncio de la salida de las cuadrillas. Ni los Rollings se habrían visto tan bien recompensados. Un tararí tarará y la cerrada ovación nos hizo pensar: ¿dónde me he metido? Pero el metro de medir y recompensar cada actuación de los intervinientes no iba a dejar de sorprendernos: la entrada de los alguacilillos, saludados como se saludaría al mismísimo Cid Campeador, los abucheos a los peones que pasaban en falso cuando el toro esperaba en medio de la incertidumbre o la cerrada ovación al tercero de la tarde, por haber recibido mil y un descabellos de Antón Cortés.

Pero de la misma manera aplaudían los ingleses, franceses, americanos, alemanes y… mexicanos, cualquier trapazo para afuera de cualquiera de los tres matadores. Hubo incluso alguno de ellos que salió a saludar después del titánico esfuerzo de torear fuera de cacho, tocándole constantemente la oreja al toro y no ser capaces de rematar ni un pase atrás, vaciando las embestidas delante de la cadera. Tampoco hay que pensar que se les escapara una corrida de calidad, boyante y noble, ni mucho menos, pero algo más de lo que hicieron sí que se pudo hacer. Como viene siendo habitual en la mayoría de los matadores de la actualidad, los tres que se anunciaron con los de Javier Pérez Tabernero no supieron vencer la más mínima dificultad. Ellos tienen su repertorio y lo intentan soltar allá donde van; y no importa si tienen pocas o muchas corridas, si tienen que dar el paso adelante para intentar salirse de ese pozo en el que se encuentran o si simplemente tienen que intentar hacer el toreo, ellos a lo suyo. Aunque no me gustaría pecar de injusto con Antón Cortés, que no estuvo bien, pero que en su primero intentó poder a un “colorao” que tenía de todo, menos buenas intenciones. Él, torero artista y de fino corte, se peleó con el genio y los arreones de su oponente y lo que podría haber sido un trasteo con algo de mérito, acabó en un calvario con el verduguillo, que no acababa por muchas veces que el albaceteño cambiara el acero.

Y como los vicios de nuestra tauromaquia son universales, se pecó en la escasez de castigo en el caballo. De acuerdo que algunos de los animales salieron con claros síntomas de cojera, pero si se quieren evitar esas embestidas destempladas y de aquella manera, el caballo suele ser una buena medicina.

Alfonso Romero evidenció no sólo un mal momento, sino un mal concepto del toreo, despegado y destormando, sin intentar meter al toro en los trapos. Citando con el brazo muy estirado y tirando del toro para afuera. Yo estoy cansado de oír eso de que no hay que cruzarse con todos los toros y que a algunos hay que meterles el pico para que anden, con lo que no estoy completamente de acuerdo, pero lo del murciano y lo de la mayoría de coletudos de hoy en día ya es un abuso.

Alejandro Amaya parece que venía con ganas, arropado por sus más fieles compatriotas y con la ilusión de confirmar en la primera plaza del mundo, aunque por momentos llegué a pensar que esto último no lo tenía claro. Quizás si la plaza hubiera sido la de Cogollado de Campos, seguro que habría conseguido un triunfo “importante”, pero en Cogollado de Campos no se confirman las alternativas. ¡Qué mala pata! Aunque tampoco hay que hacer excesiva sangre de los tres matadores porque al fin y al cabo son el reflejo de los demás. O si no que me digan en que son mejores el Fandi, Daniel Luque y otros tantos, que Alfonso Romero, Alejandro Amaya o Antón Cortés.

Los que tampoco se pueden ir de rositas son los pupilos de Javier Pérez Tabernero, a los que no se puede calificar como mansada, pero… dejémoslo ahí. Pero que se quede tranquilo el ganadero que hemos sido muy poquitos los fijos que hemos visto el mal estilo del ganado, el resto volverán a Michigan y contarán la pasión con que los timbaleros anuncian el comienzo de la corrida y la elegancia de los alguacilillos al romper plaza. A propósito, del elemento decorativo que hoy son los alguacilillos de la plaza de Madrid habrá que hablar otro día. Lo mejor será olvidar todo lo ocurrido y no dejarnos engañar por los turistas.

lunes, 3 de agosto de 2009

La revelación de las banderillas

Este tercio, el de banderillas, que algunos matadores banderilleros desprecian, aunque pueda parecer una incoherencia, resulta decisivo para el matador, a quien se le revelan las condiciones en que queda el toro ante la faena de muleta. Pero como decía, los jóvenes maestros no deben tenerlo muy en cuenta a juzgar por la forma en que lo desarrollan. En primer lugar parece ya instaurado el par por un solo pitón, el derecho generalmente, y el desprecio de los terrenos para ejecutar la suerte dependiendo de las condiciones del toro. Lo habitual es que se especialicen en dos o tres tipos de pares y que se los enjareten a cualquier toro: a la carrera cuarteando, a la carrera después de subirse al estribo y bajarse de él sin ningún sentido y sin darle ventajas que se suponen al toro, que no se ha enterado de eso del estribo, o si las palmas no echan humo antes del tercer par, pues éste se pone o al quiebro o por los adentros o ambas cosas a un tiempo. Además a esto hay que añadir siempre muchas carreras, las aportaciones propias del matador, violines incluidos, y no cuadrar nunca delante de la cara del toro.



Dependiendo de las condiciones del toro, se pueden poner al sesgo, al quiebro, al cuarteo o el par que para mí tiene más belleza, emoción y dramatismo y dónde se puede ver las condiciones del torero, el de poder a poder. Aquí se puede ver cómo el toro se arranca antes de que el banderillero inicie la carrera y como éste le va ganando la cara, va ganándole terreno, hasta coincidir en el momento del embroque metido entre los dos pitones, momento en que clava los dos palos en todo lo alto, para salir después andando del encuentro. Algo que hoy en día sólo hacen los subalternos y no los maestros.

Pero independientemente de los terrenos, la suerte de banderillas tiene varios momentos. El primero y donde ya se empieza a torear, es cuando el torero se empieza a dejar ver, encelando al toro a cuerpo limpio. Se da un giro hacia el lado elegido para parear y después de provocar la arrancada del toro se corre hacia él describiendo un arco en la arena y haciendo que el toro lo describa también, y sin dejar de llamar la atención del toro, al llegar al punto de intersección de ambas curvas, el torero junta las manos y sacándolas desde abajo, levanta los brazos para volver a bajarlas en el momento de clavar, mecido entre las dos medias lunas del toro. Una vez ahí no queda más que apoyarse en los palos y salir airosamente de la suerte andando.

En este tercio, si se ejecuta debidamente, se nos revelan las condiciones en que ha quedado el toro para el final de la lidia, las querencias, las distancias, la prontitud de la embestida o cómo acudirá a los engaños por uno y por otro pitón. Este segundo tercio es el de la revelación porque nos puede decir mucho sobre cómo plantear la faena de muleta. En principio se coloca al toro en los medios y a partir de ahí, si el toro lo admite, si no, o si se encuentra más a gusto en otro sitio, ya nos dice bastante de las intenciones del animal y a partir de ahí tanto matador como banderilleros, deberán obrar en consecuencia.

No hay que olvidar la colocación de las cuadrillas y matadores, tanto para ayudar al banderillero de turno, como para estar atentos a la salida del par para prevenir posibles accidentes. Y aunque para algunos esto sea una mera formalidad, como en toda la tauromaquia, si la colocación es buena, se pueden evitar posibles cogidas o en caso de producirse, que el quite se realice con mayor celeridad.

Por todo esto, si en el primer tercio se mide la bravura y pujanza del toro y se ahorma su embestida, en el segundo, aparte de avivarles después de salir del peto, es la revelación de lo que se ha guardado para la muleta.