lunes, 16 de febrero de 2009

Esta religión nuestra


Porque así se podría considerar esta nuestra afición al arte de birlibirloque, como lo llamaba Bergamín. Una religión en la que los parroquianos son capaces de partirse la cara por el oficiante, o sea el torero. No me imagino yo en un templo al susodicho oficiante susurrando una salmodia extraña que no venga a cuento y que un asistente le pida: ¡Más alto, que no se oye! Y que alguien le espetara: ¡Sube tú! Seguido del correspondiente insulto. Y en esto se oyeran otras voces confirmando que no se oye nada y que se organizara un gran revuelo porque el señor oficiante va a lo suyo. Y que encima, que ahí no pare la cosa, que obliguen a los disconformes a asistir repetidamente a los oficios de este hombre, que este hombre cree escuela y que muchos más oficiantes se dediquen a susurrar la tarara en todo lo alto del púlpito. Seguro que cualquiera me diría: ¡pero eso es una barbaridad! Pues sí, eso mismo digo yo, y lo digo incluso cuando un matador de toros se planta como oficiante a regalarnos una eterna salmodia de trapazos con la derecha, la izquierda y hasta con unos “estupendos” pares de banderillas de despoder a despoder.

Pero se puede ir más allá. ¿Qué pensaríamos si de repente todos pretendiéramos que hasta la más lejana ermita en lo alto de una montaña, se convirtiera en un segundo Vaticano y que quien nos hablara fuera colega del mismísimo Santo Padre? Pues estamos en las mismas. Hoy todas las plazas no es que sean de primera, son de primerísimo categoría. Con la buena labor que han venido desempeñando desde hace décadas. Cosos que daban festejos en los que había sitio para casi todos y que en su momento supieron ver muy bien en localidades como el mismo Valdemorillo o cualquiera de las localidades del “Valle del Terror”, donde la responsabilidad no era la misma que vestirse de luces para hacer el paseíllo en la calle de Alcalá de Madrid, o junto al Guadalquivir en Sevilla.

Hoy todo está al revés. Es como si la plaza de Madrid se utilizara para que los espadas fueran casi a la desesperada y a ver qué pasa, a ver si con una tarde salvan su permanencia en la profesión. Como si se dedicara todo un mes de la temporada a dar novilladas sin caballos, en las que la gente está más pendiente del bocadillo que del “cartuchito de pescao”. O como si de repente hubiera que ser magnánimo con los toreros anunciados, porque son de no se que pueblo, porque han llegado cuatro autobuses llenos de vecinos incondicionales y porque tampoco se les va a echar por tierra una tarde de alegría y diversión. Pero… ¿Qué estoy diciendo? Si este es el panorama de la primera plaza del mundo desde hace años…Si ya me parecía que algo había que no funcionaba como debía. Pero tranquilos, que no pasa nada, porque esto se soluciona con la frase lapidaria de que “fuera de San Isidro no es rentable”. Pero, ¿cómo que no? En Madrid, que es lo que tengo más cerca, si hay carteles, la gente va, pero lo que no hace es ir a ver al primo de no sé quién, de no sé qué sitio, para que a la mínima le manden callar y le llamen, como poco, ignorante. Y si estos lo extrapolamos al resto de España, en mi opinión sería casi igual. Si se ofrece un espectáculo íntegro y de verdad, la gente irá. Pero claro, si lo que hacemos es organizar un festejo con los que se dicen figuras y la gente se aburre estrepitosamente, entonces piensan que si estos son los buenos, ¿cómo serán los malos? Y además les pegan un palo en la cartera como para que se le quite la afición de golpe, porque entre la entrada propia, la de la señora o el marido, el suegro que es muy “aficionao” y los niños, más el refresco, la copa y la merienda, más le habría valido invitarles a la Costa Azul, y encima ven mundo.

Y luego nos echamos las manos a la cabeza porque los antitaurinos quieren acabar con los toros. Pero si el enemigo lo tenemos en casa. Pero nosotros seguiremos con esta religión nuestra tan particular y… ¡Que Dios me libre de los taurinos, porque de los antitaurinos me libro yo!