
Y así nos va la cosa. Hemos cambiado una vida llena de penurias y de sacrificios que solo se aguantaba por la ilusión de un joven de verse vestido de luces preparado para el paseíllo en una plaza de primera. Una vida recorriendo pueblos y sintiéndose casi un privilegiado por poder matar novillos de más de cinco años, y no es que me haya colado, porque aunque en los carteles pusiera “gran novillada”, la única verdad era lo de “gran”. Eso sí que era hacer la ESO, el bachillerato y una licenciatura en Ciencias Puras con doctorado y todo. Era un duro aprendizaje en unas condiciones más que penosas en todos los sentidos y que obligaban primero a defenderse, después a conocer al toro para poder hacer algo más que salir a horcajadas y, por último, los que llegaban a hacer arte. Y no digo yo que añore estos liceos taurinos, pero el devenir cíclico en forma de espiral de la historia que escribía Arnold Toynbee nos ha empujado al extremo opuesto.
El camino para ser torero ya no circula por las cunetas con el hatillo al hombro, ahora vuela en el 4x4 del papá rumbo a una finca en la que un buen amigo que conoce a un ganadero le ha preparado unas vacas al chaval, que torea igual que podía irse a hacer puenting con sus colegas del twiter. En un cambio de papeles, la ilusión se ha traspasado y la alimenta el padre, para el que no hay nada más grande en el mundo que el hacer al niño “figura del toreo”.
Tales aspiraciones son de lo más lícito, porque si antes uno llegaba a matador de toros arrastrándose por el mundo y viviendo casi como un proscrito, ahora hay que anhelar cotas más altas, pasamos de matador de toros a “figura del toreo”, ¡ahí es na’! Un padre no se gasta sus ahorros de toda su vida y de la vida de todo el vecindario para que el niño solo sea matador de toros.
Esos padres que ponen su empeño y su fortuna en pagar y pagar, sin saber si paga a alguien a cambio de un servicio o simplemente porque pasaba por allí. Y como el que paga manda y el que manda exige y el cliente siempre tiene razón, no hay quien tenga congojos , después de haber cobrado para comprar el equipo, para pagar a la cuadrilla, al mozo, al ayuda, el ganado, la plaza, las entradas que no se vendieron, mil cosas más y al veedor, decirle que el niño no tiene cualidades. ¿Cómo no va a tener? Y si hace falta se aprieta uno el cinturón un poco más y se compran.
Y así estamos, en que a los niños se les va haciendo la carrera a base de papelitos del BBVA con la rúbrica de papá. Este ganado en aquel pueblo, porque hay que cuidarlo, se va recorriendo la geografía española de pueblo en pueblo imponiendo los caprichos del que paga y del padre del que paga, no vaya a ser que se pille una vasca y deje de aflojar la mona. Se llega al pueblo y chitón, todos a callar y si hace falta se llama al alcalde de la localidad y se le dice cuánto hay que cortar los pitones al novillo, que los “vestíos” cuestan un dineral como para que le hagan un enganchón en cualquier plaza de Dios. Que eso de afeitar es de toreros con poder, de toreros con entorno. ¿Que el entorno decide afeitar?, se afeita, ¿Qué decide que se cambia el ganado? Se cambia, porque no vas a tener la mala suerte de Daniel Luque que va a un pueblo de Salamanca, Tamames, que dice que o se afeita o no torea y el alcalde de la localidad le dice: pues que no toree. Y además le lleva a dos señores con tricornio para que se lo explique a ellos muy despacito. Eso es un buen comienzo y te asegura que años después te anuncien con seis toros certificados por el veedor de turno en la plaza de Madrid.
Yo no digo que sea un camino de rosas, pero por este camino solo tendremos niños ricos vestidos de luces, porque lo que parece más que evidente es que no puede ser torero quien quiere, sino quien puede... pagarlo. Y repito, como el que paga exige, a nadie del entorno se le ocurre pensar que el niño pueda decidirse a torear ganado de distintos hierros y encastes para ir atesorando unos conocimientos que luego pondrá en práctica ante el toro. Aunque también habrá quien diga que ¿para qué? si en el peor de los casos lo que te puede pasar es que te anuncien en Madrid, que te metan con una de Moreno Silva, que te echen un toro al corral y que a la salida digas que esos novillos solo merecían el matadero y a seguir para adelante. No vuelves a Madrid, pero te vas haciendo el circuito de los coros y danzas, las fiestas de tu pueblo, del pueblo de la novia y del pueblo de un amigo del papá que es concejal de festejos en un pueblo de Toledo.
Pero a pesar de todo y de las aviesas intenciones de los que quieren amargar el aprendizaje a los chicos y de los que querrían que nunca más un chaval se volviera a vestir de torero, se seguirán pronunciando esas palabras mágicas que retumban como el trueno en el pecho de una madre: “Mama”, quiero ser torero.