jueves, 4 de diciembre de 2014

La ceguera se castigará con penas de prisión

Decía que era de Triana, pero no era verdad, Belmonte venía del mismo Olimpo de los dioses del Toreo, aunque este bien podría tener una sucursal en Triana.


Hasta hace un tiempo esto de los toros respondía a sensaciones, emociones, la incertidumbre, la perfección de lo imperfecto, el impulso que escapa del alma y el permanente deseo de volver a experimentar aquello que vivió una tarde, o quizá muchas, pero como si cada natural, cada verónica o cada estocada fueran lo que hiciera que cada uno perdiera la virginidad. Pero eso es imposible, ¿no? Exacto, pero, ¿no parece imposible el Toreo? Es más, el Toreo es un imposible. Su pureza, su verdad, el riesgo y la emoción que se le atribuye hacen que sea eso, imposible. Pensarán algunos que al final he visto la luz y no he tenido más remedio que reconocer que lo que tanto tiempo llevo pidiendo desde aquí y que tantos otros también demandan desde otras ventanas, es imposible de realizar por el ser humano. Quizá habrá quién se sienta defraudado, lo siento y pido perdón. Permítanme que les pida que reflexionen, que lo piensen con detenimiento y puede que saquen las mismas conclusiones que yo, el Toreo que llamábamos “Clásico”, es imposible, es una utopía.

Exigimos a toreros que ahora son las máximas figuras, como El Juli, El Cid, Manzanares, Luque, Perera, Castella, incluso Morante o Talavante, que por momentos parecían acercarse a esa utopía, que hicieran algo que no está al alcance del ser humano. Es hasta una exigencia desmedida, cegados por ese ideal, por eso que se dio en llamar “Toreo Clásico”. Y por si fuera poco, con el agravante de pedir un toro que no ha lugar, que no permite a los hombres alcanzar ese grado de perfección que deseamos. Malos aficionados somos, muy malos, si no sabemos medir las posibilidades de los actores. Creo que esto nos debería hacer recapacitar y tratar a todos estos toreros con la humanidad que merecen.

Este ha sido nuestro gran error, un error de dimensiones colosales, pedir un imposible a simples seres humanos. Claro que sí. Pero también es verdad que si esto siempre hubiera sido cosa de simples mortales, a lo mejor no nos habríamos entregado a esta afición del toro. Lo mismo, ni nos habría interesado. Va a ser que los que se llaman aficionados y los que aspiramos a serlo somos menos constante de lo que aparentamos. ¿Y cuál es el motivo de haber estado entregados a esta pasión? Pues les voy a exponer mi teoría, aunque lo más probable es que esté equivocada, como todo lo aquí escrito hasta el día de hoy. Creímos en una ilusión, que un toro salía al ruedo, un toro fiero, encastado, unas veces bravo, otras manso y otras las dos cosas y ninguna de las dos a un tiempo y que vestido de torería y oro se le enfrentaba un hombre para dominarlo, imponer su mando y acabar creando una de las artes más bellas que los dioses pudieran haber imaginado crear. Y aquí radica el error, los matadores de toros parecían hombres, se movían como hombres, hasta tenían sentimientos, miedos y arranques de valor como si fueran hombres, pero no eran hombres. Los matadores de toros eran dioses, hijos de Zeus y Afrodita, Zeus y Deméter o Zeus y Europa. Luego nos convencían de haber visto la luz en Sevilla, Borox, Salamanca o Madrid, incluso, los más atrevidos decían que venían desde México, Aguascalientes, Monterrey, León. Pero no, nos engañaron y esa mentira la hemos llevado al extremo y pretendemos que otros nacidos en Velilla, Badajoz, Xátiva o Móstoles, puedan emular a los venidos del monte Olimpo. Pobres ignorantes, pobres necios que pasean su necedad por el mundo. Aunque no sé si lo es más el que no distingue entre dios y hombre, o los que pretenden que el hombre supere al dios.

Los pobres mortales se tienen que conformar con ser “figuras del toreo”, ¡qué lástima! Que próximas están sus metas, que corto recorrido se marcan antes de tomar la salida, “figura del toreo”. Y los aficionados encima mostrando su insatisfacción permanente, su eterno desacuerdo con eso que hacen los hombres en la arena, exigiendo que alcancen a los dioses. ¿Puede haber mayor injusticia? ¿Cabe mayor crueldad? Basta estrechar la mano a un matador de toros para darse cuenta de que allí hay algo sobrenatural, algo que sin poderlo remediar, nos empequeñece. Son esas sensaciones que a uno le remontan a su infancia, cuando le llevaban a la puerta del patio de caballos a ver llegar a los toreros. No había esas aglomeraciones de fans enloquecidos que tan frecuentes son en nuestros días, ni esa histeria desmedida, como desmedidos son estos tiempos. Llegaban un grandes autos redondeados, los Hispano Suiza, con el esportón aplastando la capota y el botijo guiando la nave hacia la plaza. Se detenía y al abrirse las puertas se aparecía el maestro, seguido de su cuadrilla que, sentados en un tra
sportín que se desplegaba de la espalda del asiento delantero, acompañaban al maestro desde el hotel. Los más atrevidos saludaban al matador. Iban a torear, el toro les esperaba dentro. El ambiente cargado, lleno de tensión, asombro y admiración. Algunos hasta salían echando un pitillo, educados, ceremoniosos, pero conscientes de que el torero lo era siempre, mientras los pitones le acechaba el corazón y cuando estos surcaban la arena tras las mulas.

Lo pienso ahora y no sé si es mayor la injusticia de pedir a las figuras que se comporten como dioses o la de pensar que a estos se les puede llegar a imitar. En cualquier caso la cuestión es que esto es imposible y hasta peligroso, pues si alguno osara tal hazaña, lo más probable es que acabaría entregando el sable al oponente; pero, ¿y si descubriéramos que aún hay algún hijo de Zeus que paseara de luces por las plazas? Seguro que no nos daríamos cuenta y acabaríamos cometiendo el mismo error, les creeríamos simples mortales, cuando no lo son. Por eso los incautos pecadores deberán someterse a la ley del Toreo, la que dice que “La ceguera se castigará con penas de prisión”.


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