lunes, 28 de marzo de 2016

Los niños en los toros

No había plaza que se resistiera a los sueños de los niños que anhelaban vestirse de torero


Solo hay dos cosas que enternecen el corazón del más exigente aficionado a los toros: el toreo suave y con dominio y el ver un niño sentado en los tendidos. ¡Ay, los hombres de piedra! No pueden evitar el derretirse de forma irremediable cuando contemplan la imagen de un niño sentado en la piedra de la plaza, con los pies colgando sin alcanzar el suelo y con la mirada fija en el ruedo. ¿Tú vas a ser torero? ¿Quién es tu torero? ¿Vas a venir más veces? ¿No te dan miedo los toros? Las preguntas se apelotonan en torno al chavalín. En otros tiempos lloverían caramelos, cucamonas y tientos en la cabecita de la criatura.

Mientras, el padre o el abuelo, especialmente este último, casi tienen que aguantar la respiración para no explotar de gozo y orgullo. Como si estuvieran en presencia del señor notario, la primera vez que entran en la plaza de la mano del pequeñín sienten como le estuvieran legando la más valiosa propiedad de la familia: la afición a los toros. ¿Ves este sitio? Pues es mi abono y algún día será tuyo. ¡Guau! El abuelo me dejará la mejor su localidad en propiedad. Y sin tener que pagar pesadas hipotecas, ni que pelear con bancos, prestamistas o registradores de la propiedad. Simplemente habrá que ir los domingos a los toros, una tras otra feria de San Isidro y las de Otoño, desde hoy hasta que aguanten las piernas o hasta que se me lleve la de la guadaña.

Recuerdo aquel primer día de un niño con su abuelo, que arrebatándole la manita al padre de la criatura lo tomó para si y juntos cruzaron la puerta de la plaza. “Es mi nieto, hoy es la primera vez que viene”. Y con la majestuosidad que da el orgullo de lo nuestro, el abuelo fue para dentro. La bolsa de la merienda, el abriguito por si refrescaba, las almohadillas, los prismáticos del abuelo y las entradas atrapadas entre los dientes, eso eran cosas del papá, que era joven y podía con todo. “Mira, por ahí entran los toreros, coge el programa, que ahí te dicen quién torea y mira, ven, por ahí les sacan a hombros, asómate”. Y como son muchos los abuelos, un señor con gorra de plato y una sonrisa que necesitaba dos viseras para cubrirla, le abrió la puertecita que solo dejaba pasar una persona casi de perfil y le invitó a pasar. “Pasa, ven”. ¡Caramba! Un caballo blanco y otro detrás. Los ojos del niño tanto se abrieron que pareció que amanecía el sol en el pasaje que llevaba a la Puerta de Madrid. Unos brazos intentaron coger al crío por detrás, pero ¡ay! La reúma. “Súbelo tú”. Uno de los alguacilillos le ordenaba al padre que montara al mozalbete al caballo blanco. Y el padre, aliviado, pudo soltar la bolsa de la merienda, el abriguito por si refrescaba, las almohadillas... todo, porque además no había que impacientar al abuelo que le repetía sin parar: “Venga, venga, móntalo”. Y allí arriba, desde aquel jaco blanco todo se veía mucho mejor. Lo que no se puede afirmar es quién se mostraba más satisfecho, si el abuelo viendo allí a su nieto, si el abuelo de otros niños vestido de alguacilillo que había dado una alegría monumental al joven aficionado, o el papá, que por unos segundos sintió cómo se le aligeraban los brazos de aquel ajuar taurino imprescindible para que nieto y abuelo estuvieran en la plaza sin que nada echaran de menos.


¡Cuánta gente! Y todos iban a los toros. Cuánto señor tan simpático; raro era el que no le decía algo al recién bautizado como aficionado a los toros; hasta hubo alguna señora entusiasta que le besuqueó la cara al niño. Cuánta escalera, ¿no? Es lo que tiene eso del abono en las alturas. La puerta de la grada del abuelo y papá. No parecía posible que se hicieran más fiestas que las de los recibidores y acomodadores al ver a los habituales y al neófito yendo hacia ellos, uno hasta bromeó con solo dejar entrar al niño; pero si eran posible el que la visita fuera aún más aclamada, solo había que hacerse presente ante los habituales de todas las tardes. Besos, caramelos, risas, carantoñas, halagos desmedidos, pero justos, por supuesto, que casi provocan que el abuelo explotara allí mismo de satisfacción. Y ya sentados en el sitio de siempre, niño y abuelo juntos, faltaría más. el primero ordenó: “Hazme una foto con mi nieto en los toros” Y el papá después de acomodar la bolsa de la merienda, el... tuvo que bajar y hacer la foto que reunía para él lo pasado, lo que vendría, lo que él vivió junto a aquel señor que ahora era el abuelo más feliz del mundo, lo que viviría con aquel niño, el de los ojos grandes y resplandecientes como faros de barco. ¿Y por qué llevó aquel día al niño a los toros? Quizá por la misma razón por la que le llevaron a él hace algún tiempo, por querer transmitir el amor a esta gran pasión, por querer hacerle llegar tantas enseñanzas sobre la vida, la muerte, el respeto y la exigencia, que la seriedad no está reñida con la generosidad, el amor sin reservas a un animal único, el respeto a todos los animales de la creación, al campo y a toda la naturaleza. Será por estas u otras razones, porque los padres siempre quieren lo mejor para sus hijos o por otro millón de motivos igual o más sólidos, por todo eso es un gusto ver a los niños en los toros.



Enlace del Programa Tendido de Sol del 28 de marzo de 2016:

10 comentarios:

Antonio dijo...

Preciosa publicación. Es como si nos hubieras llevado cincuenta y muchos años atras.

Enrique Martín dijo...

Antonio:
Me alegro mucho si te he llevado a una historia personal que recuerdes con agrado. Eso ocurrió, porque ocurrió de verdad, hace unos doce o trece años y uno de los protagonistas aún recuerda ese subirse al caballo blanco. Otro ya hace mucho que no está, pero no lo olvidó nunca. Son las cosas que tienen los toros.
Un abrazo

Miguel Angel dijo...

Quien no haya tenido la agradable experiencia de haber sido llevado a una corrida de toros, siendo un niño, no podrá experimentar la sensación de entender a cabalidad lo aquí leído.

Enrique Martín dijo...

Miguel Ángel:
El que lo disfrutó, aunque a lo mejor no llegue a ser aficionado, al menos entenderá esta afición. A los que en su día nos cogieron de la manita habría que hacerles un homenaje muy grande.
Un saludo

Anónimo dijo...

....qué puede saber de la vida alguien que no a ido nunca a a los toros ??

Saludos.
Ängel

Enrique Martín dijo...

Ängel:
Yo no aventuro tanto, igual de la vida puede que sepa, pero de toros, desde luego que no va a saber nada de nada.
Un saludo

Antonio dijo...

Asi se intiende todo y mas cuando el que lo ha redactado, es el propio protagonista. Un abrazo.

Enrique Martín dijo...

Antonio:
Servidor era el de la bolsa de la merienda, el abriguito, los prismáticos... el porteador, vamos.
Un abrazo

Pedro dijo...

Muy de como me ocurrió a mí, y creo que a cientos de chavales de mi edad. Recuerdo a mi abuelo ya mi padre explicándome los intríngulis de todo aquello que iba descubriendo, maravilloso. Sorprendido por todo, preguntaba y preguntaba, tanto, que aquello, inició una afición en mí, que hoy en día, 60 años mas tarde, a pesar de que la fiesta de los toros no es, ni por asomo como me la enseñaron y aprendí, sigo con la ilusión de que una tarde, me hagan volver a casa con la convicción, de que todo no se ha perdido. Un saludo D. Enrique. (Asistente a su charla en el Club Taurino de Pamplona) Rigores-

Enrique Martín dijo...

Pedro:
En primer lugar, muchas gracias por la acogida a que recibí en el Club por todos los que allí me recibisteis. Te recuerdo perfectamente. Ojalá pudiéramos volver a vivir la Fiesta a la que nos aficionamos en su día, la que nos ilusionó cuando éramos nilos y la misma que ya siendo mayores nos hizo sentir que volvíamos a esa ilusión de la infancia.

Muchas gracias y un saludo