jueves, 2 de noviembre de 2017

Lo que pesa vestirse de torero


Vestirse de torero es mucho más que llevar un traje

Muy a menudo ocurre que el ver un hecho que se reproduce una y otra vez, nos hace perder la perspectiva del hecho en si y la importancia y trascendencia que encierra en si mismo; que a pesar de esa frecuencia con se da, no deja de ser algo extraordinario, único e irrepetible, con una carga de significado, sentimientos, historia y tradición que va más allá de la mirada simplista del espectador que se deslumbra con lo aparente, con los brillos y el colorido que inunda la mirada. Y no me negarán que el vestirse de torero, el enfundarse el traje de luces, el vestido de torear, por mil veces que se dé esta circunstancia a lo largo de una temporada, no deja de ser un acontecimiento único en el que hasta el momento en que el hombre no se desprende de él, nunca se sabe si será la última vez, ni si habrá más oportunidades, no solo de vestirlo, sino de respirar. Creo que nadie que no se haya vestido de torero podría nunca describir ese vestirse de torero; algunos podríamos aventurar, esbozar teorías llenas de sesudos pensamientos, pero estoy seguro que ni de lejos llegaríamos a saber qué es ese vestirse de alamares. Pero lo que si podemos contar es lo que nos cuenta ese traje de luces y cómo vemos a los hombres que se visten de toreros.

Se visten de toreros lo mismo hombres que peinan canas, que niños que acicalan sueños de glorias por las plazas del mundo, por las grandes plazas, Bilbao, Sevilla, Madrid…, pero a los que iguala el miedo, la incertidumbre, la responsabilidad, ese ansia por querer ser. Es un privilegio al que solo tienen acceso los elegidos, los herederos de una historia, una tradición, un sentimiento que ha viajado por el tiempo, de generación en generación. El vestirse de torero es aceptar, hacer propios los valores y dignidades que los alamares transmiten, pero parece ser que eso solo se percibe si hay afición, ese preciado bien que nos ayuda a entender al toro, a otros a mantenerse y superarse en ese ideal de ser torero, a que unos señores dediquen su vida a la cría del toro, otros a montar festejos, otros a contarlos con honestidad, tan fácil y, por lo visto, tan difícil de adquirir y atesorar por los siglos de los siglos.

Quizá sea esta, la afición, la culpable de una decadencia evidente, su ausencia, claro está. Afición que en muchos casos la debilita el dinero, los falsos delirios de grandeza, el cinismo de quienes quieren figurar, las ansias de notoriedad, que si además se ve aderezado con unas gotitas de ignorancia, nos castiga con soberbios e insoportables pegapases, juntaletras, pesebreros, criadores de monas y palmeros con expectativas, que se autodenominan taurinos y adoradores de la tauromaquia. Que yo me sigo quedando con llamar a todo esto, los toros, pero bueno, eso ya son cosas de cada uno. 

La afición, o mejor dicho la falta de esta, es la que nos obliga a aguantar a esos que no se visten de toreros, se ponen el traje de torero, pero una cosa es portarlo y otra muy diferente saberlo llevar, que para eso está lo de la afición. El llevarlo conlleva una exigencia extrema y quizá el punto de partida se encuentre en la honestidad, la verdad y el respeto al propio vestido, el ser torero. No está hecho el traje de luces para estrellas, profesionales, aprovechados, supuestas figuras, pretendidos artistas, maestros de la vulgaridad. Si pesará el vestido de torero, quienes en nombre del diseño y la modernidad, intentan despojarlo de la dignidad que otorgan los alamares, pretendiendo convertirlo casi en unas mallas de acróbata de circo o en el chándal de un gimnasta. No, el traje de luces es para torear, es para los toreros, una obra de arte para los que, si el toro y sus condiciones se lo permiten, intentarán crear arte. Pero es tanto lo que pesa, lo que puede llegar a ahogar a los vulgares, que les hace que busquen un alivio, ya sean las zapatillas, una aquí y la otra dónde caiga, ya sea la chaquetilla, aunque quizá la incomodidad nazca de aquello que nos decían de antiguo, que el hábito no hace al monje y es que, a pesar de todo, de ponedores, de papás con hacienda, el que no se siente torero, no podrá ser nunca torero y es que cuando hay que pasar calamidades, fuera de los homenajes, cenas, fiestas o eventos sociales, en el ruedo, cuándo suena el tararí y sale el toro, lo que pesa vestirse de torero.

Enlace programa Tendido de Sol del 29 de octubre de 2017:
https://www.ivoox.com/tendido-sol-29-octubre-de-audios-mp3_rf_21756577_1.html

2 comentarios:

MARIN dijo...

Precioso Enrique. No me sale ahora decirte nada mas, entre otras cosas, porque hay poco mas que decir.

Un abrazo

Enrique Martín dijo...

Marín:
A ti, pocas cosas te puedo descubrir en este aspecto, más bien todo lo contrario.
Un abrazo