Hoy se cumplen 75 años desde el fallecimiento de Ignacio Sánchez Mejías, que para resumir podríamos decir que era torero. Torero de leyenda y no sólo por su forma de torear, que me lo podría llegar a imaginar aunque lógicamente no llegué a verle en los ruedos por casi cinco décadas, sino por todo lo que a él se refiere. Desde esa historia que decía que se hizo vistió de luces por afán de aventura y por poder emparentar con el gran Joselito el Gallo a través del matrimonio con la hermana de éste y vencer su máxima que decía que su hermana sólo se casaría con un torero.
La leyenda de Sánchez Mejías creció por la forma en que llegó a matador de toros, cuando se embarcó para México de polizón, donde empezó de banderillero; tal y como se decía que se tenía que empezar a ser torero. Fue aprendiendo el oficio acompañando a las figuras de la época y de entre todas ellas sobresalía una: Joselito. El que al fin consiguió que fuera su cuñado, con el que actuó como subalterno y con quien alternó la tarde de Talavera, esa en que se fue el rey de los toreros y en que el mismo Ignacio lloraba inclinado sobre la cara del que unos llamaban Gallito, en una imagen que ha quedado para la historia.
De Ignacio Sánchez Mejías se ha dicho que si hubiera nacido en Estados Unidos se habría convertido en una película, pero puede que para ser lo que fue era necesario que hubiera nacido en España, en la Sevilla de finales del XIX. Hijo de una familia acomodada y que inexplicablemente para sus contemporáneos, decidió hacerse torero, ¿para qué? Si no tiene que escapar del hambre, ni se le exige continuar ninguna dinastía torera. Pues de la misma forma que cuando se cansó dejó de vestirse de luces, también según cuentan y según confesó a José María de Cossío, porque ya era muy mayor para salir ante tanta gente con unas medias de color rosa.
A nadie se le hubiera ocurrido, ni se le ocurre hoy en día, que un torero fuese capaz de ser el cronista de las corridas en las que él mismo intervenía, al mismo tiempo que estrenaba una obra de teatro en Madrid. Pero igual que el tiempo tiñe de gloria ciertos hechos que no fueron tan notables, a veces también olvida cosas de gran importancia. Esto es lo que le ha ocurrido a Ignacio Sánchez Mejías con la historia de la literatura, y es que él fue el decidido impulsor y mecenas de la generación del 27, de la que yo no voy a hacer ninguna valoración, y si alguien la pide le recomiendo que lo haga en el blog amigo “En ocasiones leo libros”. Ahí satisfará sus inquietudes literarias, doy fe.
Esta relación con los literatos de su tiempo no fue ni mucho menos anecdótica, su impulso no fue sólo organizar el homenaje a Góngora en Sevilla, germen de la “institucionalización” de dicha generación, aunque probablemente se habrían acabado uniendo por otra vía, pero el hecho es que fue Ignacio el que percibió esa idea de grupo, de sentimiento y de inquietudes comunes entre todos ellos.
El fin del torero y el inicio del mito lo marcan las cinco de la tarde del poema de Federico García Lorca, cuando Granadino, de Ayala, le prendió en la plaza de Manzanares el 11 de agosto. Allí llegó para sustituir a Domingo Ortega y para compartir cartel con el mexicano Armillita, Corrochano y el rejoneador portugués Simao da Veiga. Se negó a ser operado de una cornada de doce centímetros en la ingle derecha por ese miedo suyo a las enfermerías de los pueblos y, herido, volvió a Madrid. Así fue como tomó forma el mito, el 13 de agosto de 1934, a las cinco de la tarde.
1 comentario:
Se agradece el recuerdo desde el punto de vista familiar.
Publicar un comentario