miércoles, 8 de octubre de 2014

Y salieron los toreros. Felicidades a Opinión y Toros

Cuando ves cómo se enroscan el toro a la cintura...


Seguro que ustedes ya saben que Opinión y Toros está de aniversario, el décimo nada menos, que en esto del toro es mucho tiempo y más si se va por libre y no se cuenta con los apoyos habituales que reciben los medios taurinos; y me refiero a la publicidad, no a otra cosa, que los hay mal pensados. Ya se sabe, hasta donde no llega el dinero, llega el entusiasmo y la afición. Y parte de los entusiastas acudimos a la llamada de Antolín Castro y Luis Pla Ventura para disfrutar juntos de un día muy especial. Pero no quiero pararme en contar paso a paso lo que fue sucediendo, pues al final más bien parecería que estoy pidiendo un aumento de sueldo de forma encubierta y no es el caso. Como aquella película de la Loren y Mastroiani, fue una jornada particular, muy particular, porque los no invitados no tenían acceso al festejo, lógicamente, y porque fue diferente a las fiestas camperas, entregas de premio o reuniones para el autobombo.

Cada quien lo viviría a su manera, pero lo que yo recibí fue un permanente aluvión de sensaciones y saberes de lo que ha sido, debería ser y no dejar de serlo nunca, el toro. Strictu sensu, empecé siendo chófer de un torero, Rodolfo Rodríguez, “El Pana”. Ahí es nada. Ni me atrevo a relatar esta experiencia y seguro que muchos me entenderán a la perfección. Lo que sí me dejó meridianamente claro es su concepción del toreo y lo que significa ser matador de toros. Me pude poner delante de la honestidad y honradez de Antonio Sánchez Puerto, que con esto y su torería conquistó la plaza de Madrid de hace años, aquella que tan poco recuerda a lo que hay ahora en la calle de Alcalá. Luis Francisco Esplá, el anfitrión que nos recibió en su casa, embruja con la palabra igual que lo hacía vestido de luces en el ruedo. Con las cosas claras y sabiendo cuál es su sitio.

Pero me encontré con tres personas que me conmovieron especialmente, uno la maestría y grandeza en toda su dimensión, como torero y como ser humano; otro la ilusión y el sacrificio; y el otro la afición, el sacrificio y la humildad ante el éxito. Gregorio Tébar, El Inclusero”, al que me encontré de cara, con esa humanidad de los grandes, y que de inmediato me hizo sentir muy cómodo y feliz, al fin conocía a aquel torero que tantas veces tiró de mí para ir a los toros, del que siempre esperábamos ver torear. Los años en que mi amigo Nacho y yo nos subíamos a la andanada del 3 con el anhelo de algún día poder pegar cuatro verónicas a una vaca. Entonces no se hablaba tanto de eso de “ponerse”, ni tan siquiera se hablaba de “aficionados prácticos”; si acaso, si te habías probado o si alguna vez habías toreado. Los matadores de toros entonces no eran figuras, ni tan siquiera ídolos de jovenzuelos, entonces los toreros eran mucho más, eran mitad dioses, mitad sacerdotes del rito del Toreo. Y si había uno que cumpliera con todo esto a la perfección, ese era El Inclusero. No se le iba a ver como a otros que podían estar más o menos de moda, que incluso venían precedidos de algún éxito reciente. Él simplemente era beber en las fuentes de la tauromaquia, empaparse de la verdad, de lo mítico, lo inalcanzable para casi todos. Pues ese hombre hasta me pidió que le firmase un cartel de toros; ya le dije, el mundo al revés, pero así es este hombre.

Carlos Escolar, “Frascuelo”, un torero, el que cada vez que le dejan hacer el paseíllo en Madrid abre los ojos a los ciegos, atrona a los sordos y nos hace disfrutar de los aromas y sabor del toreo eterno; a veces incluso cambiando la tinta de su capote y su muleta por la sangre propia. ¿Cómo no le vamos a hacer saludar cada tarde al finalizar el paseíllo? Es el tributo que se le debe a él y a todos los toreros que como él luchan porque se mantenga a flote la torería. No da signos de amilanarse en esta vorágine de modernidades, medios toros y vulgaridad, de intercambio de cromos entre empresas, ni de gentes que van a la plaza a merendar. Frascuelo se mantiene firme en su velero y sigue con rumbo firme en busca del ideal del aficionado. Un aficionado que ya encuentra pocos motivos que le hagan levantarse de su asiento y partirse las manos dando palmas. Justo como lo logró el tercer torero al que me refería unas líneas arriba, David Adalid, que acudió representando a sus compañeros de cuadrilla. Lo que son las cosas, los mejores momentos de la historia de la tauromaquia, como dicen los sabios, las figuras más rutilantes que se pudieran imaginar, los toros más bravos y colaboradores y resulta que en toda una temporada es un tercio de banderillas protagonizado por este hombre, el que me hizo vibrar de verdad. Y además, con un toro de verdad, uno de esos a los que la mayoría no ven ni en pintura. Pero que grandeza cuando todo lo que habla este banderillero es de agradecimiento a una plaza, a una afición. Pero ya le dije, eso hay que ganárselo, y él y el resto de la cuadrilla se lo han ganado de verdad y con mucha verdad. Que se puede estar mal, bien o regular, pero la intención es siempre el querer hacerlo, el responder a lo que de ellos se espera. Uno que iba a encontrase con unos toreros y se topó de golpe con unos señores que te hacen entender el por qué de este espectáculo, el por qué de esta pasión y el por qué de que esto permanezca en nuestras vidas.


Pero que nadie se vaya a pensar que dejan de ser toreros en algún momento, eso no es posible. Estábamos impacientes por ver torear, por ver a los que minutos antes habían sido compañeros de tertulia tomando el capote, pero es tanta la grandeza de esto, que las ilusiones a veces se ven superadas por la realidad. Se retiraron los maestros a cambiarse a un apartado, mientras los demás seguíamos de celebraciones, bromas, risas, animadas chácharas, cada uno contando sus historietas de aficionado cebolleta, cuando de repente pareció que el sol se detenía sobre nosotros. Ni cien doncellas etruscas, ni veinte novias deslumbrantes podían parecerse a aquello. Como un destellos aparecieron, salieron los toreros, vestidos de corto, desbordando torería, paso firme, sin prisas, pero sin remoloneos, con la mirada fija en la placita. Señores, se va a torear y eso es muy serio, si será serio, que es cuestión de vida o muerte. Pisaron la arena, la interrogaron con sus pisadas, templaron las telas y al lío. La foto de rigor y cada uno a su sitio. Salió la primera vaca, chiquita pero un verdadero bicho. Era imposible, no había nada que hacer. ¡Tócala ahí! ¡Qué no se pare! La muy... no quería telas, si acaso enganchar el bulto. Salio Gregorio Tébar, la vaca se iba, pero no, el capote empezó a engancharla del testuz, por aquí, ahora por el otro lado y lo vas a seguir hasta donde yo diga, unas verónicas de las que limpian la cara al animal, para cerrar con una media enroscándose ese bicho a la cintura. ¡La vaca va! Salió Frascuelo a torear, que no ha pegar lances. A torear, porque siguió marcando el camino que la vaca tenía que seguir, no había otra. Luis Francisco Esplá se abrió de capote con un vistoso y airoso galleo. Sánchez Puerto tuvo que seguir peleando para que siguiera el capote, pero con uno por aquí y otro por allí, consiguió volverla a meter en el carril. El Pana dejó ver su personalísima concepción del toreo, sin alejarse del clasicismo, y sus orígenes, la filigrana capotera mexicana. Recibimos los brindis de los matadores, primero el Inclusero tiró del bicho con la muleta. Siempre la pierna contraria adelantada, siempre la suerte cargada, siempre toreando, cada pase tenía su motivo y producía su efecto en el animal. Frascuelo tiró de recursos y por momentos tuvo que meter la muleta en el pitón contrario ¡Pico! No amigo, eso no es pico. Ni un retorcimiento, ni una estridencia, el cite con recursos, para a continuación traérsela para adentro, rematando los pases. Luego salieron otras piezas imposibles, ya saben, cuando un cohete explota una vez, ya no puede hacerlo de nuevo. Pero de la misma forma, tal y como salían y mostraban su condición, los matadores los mandaban para adentro, porque así es esto, lo que no puede ser, no puede ser... Nadie se sintió decepcionado, así es el Toreo, algo muy serio y que hay que respetar siempre. Otra lección que muchos aficionados y “profesionales” deberían aprender, que cuando no hay nada que hacer, para qué marear la perdiz. Pero eso pasó justo... cuando salieron los toreros. Felicidades a Opinión y Toros. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Enrique me alegro que hayas podido disfrutar del espectáculo y ojalá se repita muchas veces.

Ahora que hablas de pureza, quiero reconocer la labor de un novillero que técnicamente es malo, está muy verde y que le falta mucho por aprender. Ese chico se llama Roberto Blanco y los tiene muy bien puestos. En la dura novillada de Escobar intentó hacer el toreo como mandan los cánones, exponiendo las femorales en todo momento como no lo he visto hacer a ningún otro matador este año en la plaza de Las Ventas. Al menos dos veces sufrió un severo revolcón pero se levantó y no se arredró en ningún momento. No escondió la pata en ningún momento.

A este tipo de gente es a la que hay que dar oportunidades para que vayan cogiendo experiencia. La técnica se puede aprender y adquirir pero con el corazón se nace. Roberto Blanco ha nacido con él. Ahora le pondrán a chupar banquillo como tantas veces pasa.

Un abrazo
J.Carlos

Enrique Martín dijo...

J. Carlos:
Ojlá que no aprenda este novillero, y ya me entiendes lo que quiero decir por "aprender". Muchos apuntaban, hasta nos hacían concebir esperanzas, hasta que les enseñaron el toreo moderno, ese que sirve para que unos cuantos se forren y al chaval, una vez exprimido el limón, le pegan la patada y entonces este tiene que volver a empezar, con muchísimo esfuerzo.
Un abrazo