lunes, 13 de febrero de 2017

Don Ponce se va de cañas


La diferencia entre unos y otros es que unos se visten de toreros y otros parece que se quieren disfrazar de tales, pero...




La que se ha montado, menudo jaleo con eso de que el señor Ponce y su coleguita de farra, el Zotoluco, se fueran a tomar unas cañitas. No me dirán que ustedes nunca se han ido a tomar unas cervecitas después del curro, ¿verdad? Eso sí, antes de plantarse en el bareto de al lado de la ofi, del taller o de donde sea, uno se lava bien las manos, que luego las aceitunas te saben a teclado de ordenador, a grasa de motor o en el caso de los toreros, a sangre de toro. Y en la famosa foto, y vídeo, de marras, no parece que los diestros luzcan las manos manchadas de rojo, ni tan siquiera parece que quede rastro entre las uñas; y no me dirán que no iban elegantes los caballeros: no solo iban encorbatados, sino que lucían resplandeciente terno torero. ¿Pa’ qué más? ¿Chocante? ¡Qué te mueres! ¿Poco frecuente? ¡Mucho! Pero tampoco hay que tirarse de los pelos. Más ofensivo me parece a mí el que no les pusieran ni unos simples “cacahueses” para que pasara la cervecita con más alegría, o unas patatitas, unas aceitunas, unas almendras, no sé, algo que evite el trasegarse la cerveza a palo seco.



Igual usted es de los escandalizados, pero no se haga mala sangre, son cosas de la modernidad, el progreso y los modos del siglo XXI. Que ¡hombre! ya estamos finiquitando la segunda década y aún no nos hemos hecho a la idea. Un poquito más de fluidez, abran ustedes las mentes, pónganse al día, que no me dirán que esto les ha pillado por sorpresa. Que allá ustedes, que pueden hacer lo que quieran, pero si siguen así, al final van a ser unos “marginaos”. La cuestión es sorprender y no me negarán que el señor Ponce, don Enrique, no es un maestro en estas lides, que lo mismo se te viste de maître en una plaza de toros, que de torero en la barra del bar. Esa es la creatividad que le brota, le brota y no la puede contener. Que igual no lo entienden porque ustedes ni son maestros, ni son artistas, ni son creativos y a lo mejor sí que tienen sentido del ridículo, la medida y respeto por los símbolos, en este caso, del toreo.



Que lo mismo ustedes tienen razón y hay que saber valorar lo que significa algo tan sagrado para los aficionados a los toros, como el traje de luces. Que sí, que ya, que ya sabemos que al que no es torero, hasta le impresiona el roce de los alamares y que su simple presencia les produce un profundo respeto y una suma de sensaciones difícilmente explicables, desde el verse deslumbrados, hasta sentirse empequeñecido, casi diminuto, pero no se crean que por la visión de los bordados, de esos alamares rematados en cabos blancos o azabache, que también; el aficionado a los toros ve en el traje de luces una historia, una tradición, un rito y a nada que mire, hasta sus propias vivencias, la primera vez que su padre o su abuelo le llevaron de la mano a una plaza, aquella tarde en que un toro enseñoreó su bravura en los medios, aquel torero que convirtió la lidia en arte sublime irrepetible. Y el que se lo enfunda nunca podrá ser visto como un igual, no, el torero es un ser superior, el creador de belleza ante la casta, la elegancia dominadora, el oficiante del rito, el que no es torero solo de luces, el que vive en torero desde que le nació esa inquietud de la torería, hasta que marcha a otras plazas en las temporadas de la eternidad, compitiendo con los que un día admiró, con los que fueron sus ídolos de la niñez y sus maestros en el maestro de los trastos.



¡Qué cosas! Los más grandes, los maestros, se transfiguraban ante la sola presencia de un capote o una muleta, cuanto más ante un vestido de torear. Ese terno sagrado herencia del tiempo, tránsito de la gloria, la vida y la muerte. Es ese sentir que hace que los alamares pesen como losas, en las que están grabados los nombres de los que honraron la taleguilla rasgada por el pasar de los pitones. Es una forma de vivir, de sentir, un modo de vida que no todos llegan a entender; ese sentimiento que a veces nubla el dinero, los halagos y el griterío de las masas, que como si fueran el canto de las sirenas homéricas engañan los sentidos. Voces de las que solo los más grandes, los toreros, se saben apartar. Los otros, los que miden su valía en billetes, se dejan enaltecer como falsos ídolos, aunque ellos se crean dioses, los más elevados del panteón taurino. Pero qué equivocados están, porque esa divinidad solo se gana ante el toro y se perpetúa a través de la memoria del aficionado. Y el aficionado, no la masa enfervorecida, si recuerda al señor Ponce y a su compadre el Zotoluco, lo hará como un parroquiano de tascurrios inmundos, a los que asistió vestido de oficiante, vestido de torero, aunque ni él se sintiera tal, para vocear una ronda tras otra, en vaso de tubo, con unas aceitunas o “cacahueses”, que si no cuesta que pase, mientras siempre habrá quién se asombre de semejante esperpento y grite eso de que don Ponce se va de cañas.



Enlace programa Tendido de Sol del 12 de febrero de 2017:

2 comentarios:

I. J. del Pino dijo...

Yo es que con Almodóvar y Mcnamara ya me curé de espanto.
Saludos amigo.

Enrique Martín dijo...

I. J. del Pino:
Pues no fue mal aprendizaje, a partir de ahí, lo que sea.
Un abrazo fuerte, amigo