jueves, 26 de marzo de 2020

Los toros vivían en su casa


Aquellos niños que jugaban al toro


En aquellos años infantiles la mayoría de los niños no eran conscientes de si los toros eran algo extraordinario, algo bueno o malo o algo que esconder, en aquellos años, los toros estaban y punto. Así de sencillo. Y en la vida de aquel crío no había nada que hiciera esto diferente, los toros siempre estaban allí. Él jugaba a torear en su casa, se aclamaba a si mismo los capotazos, los muletazos y las estocadas hasta la bola, porque claro, en su juego, no iba a pinchar, ¿no? No era necesario eso del ambiente taurino en las casas, porque lo taurino era algo más de la cotidianeidad, estaba ahí. No eran necesarios capotes de paseo en una vitrina, ni vestidos de torear, ni cabezas de toros célebres adornando el salón, los toros estaban.

Los toros podían aparecer en los juegos, cogiendo aquel capote rojo que con un palo se convertía en muleta, con aquellos muñequitos de plástico, lo que genéricamente se llamaban indios, pero que eran toreros, con los que se montaba grandiosas corridas extraordinarias, con sus toreros con el capote, con las banderillas, la muleta y ese caballo de picador que tenía gastada la pintura amarilla del peto de tantas embestidas de esos toros idealizados, bravos y encastados. Pero la mente infantil, audaz y atrevida, no se queda en lo evidente y la de que aquel crío no iba a ser menos, llegando a montarse sus corridas de toros con las chapas, las mismas que un ratito antes habían corrido la Vuelta a España o ganado la liga y el Mundial.¿Extraordinario? No, la vida, su vida.

Eran esos años en que si había toros en la tele, en la única que había, en blanco y negro, había que estar callado, porque su padre los veía en silencio, un silencio casi litúrgico. ¡Toros en la tele! Eran otros tiempos y solo se televisaban algunas escogidas. Las calles casi se vaciaban y en los escaparates de las tiendas de electrodomésticos se apelotonaba el personal para ver los toros, con los más pequeños aplastando la nariz contra el cristal, como si estuvieran sujetando la luna ante algún derrote perdido de un toro desmandado que se escapara de la pantalla.

Pero aquello no era nada extraordinario, porque los toros estaban siempre ahí. Aún no habían nacido los antitaurinos, las señoras y los señores no torcían el morro cuándo alguien decía que iba a los toros o que tenía entrada para los toros; es más, los más atrevidos incluso preguntaban que si les sobraba una o, pensando en el futuro, decían eso de que si algún día te sobra una. Porque los toros eran algo cotidiano, claro que sí, y estaban presentes en la sociedad, pero eso de ir a la plaza, por muy acostumbrado que se estuviera a ello, por muchas veces que se hubiera ido, siempre era un acontecimiento único. Que podía tener mil alicientes, que si toreaba fulanito o menganito, que si los toros de Juan o Manuel, que si era el día del patrón o la patrona, pero lo principal era que se iba a los toros. Damas y caballeros arreglados para ir a los toros, orgullosos del brazo se encaminaban a la plaza y desde lejos parecían engallarse a medida que se acercaban a la puerta.

Pero no era algo exclusivo de los mayores, porque los niños también iban a los toros, en este espectáculo de vida y muerte no había rombos que prohibieran su entrada. Esos rombos que les impedían ver muchas películas en la televisión. Un rombo, no apta para menores de catorce, dos rombos, solo para mayores de dieciocho. A los toros sí que podían ir. Solo hacía falta que se pronunciaran las palabras mágicas: ¿Te vienes a los toros? Dicho y hecho, El niño se levantaba como una flecha y la madre detrás, a buscarle la ropa para que fuera guapo, peinarle  muy bien repeinado, los zapatos relucientes y cómo decía la madre, como un jaspe, a los toros. Entonces se aparcaba en el descampado pegado a la plaza y si era tarde de expectación, en los solares y callejuelas cercanos al antiguo mercado de Ventas. Que quedaba un poco más apartado, pero tenía la magia de girar una calle y aparecer la plaza resplandeciente. Había que hacer cola, una cola que llegaba hasta la calle de Alcalá. El niño en la cola, el padre daba unas vueltas por allí, a ver si veía. ¿Y dónde está? ¿Y si no llega? Que no viene, pero a poquito de llegar la vez, el padre aparecía y sacaba dos tendidos, que nunca le gusto eso de que si los niños no pagan o si lo cojo en brazos que no molesta. El niño, con su entrada, como los mayores. Después un paseíto hasta el patio de caballos para ver llegar a los toreros, con aquellos coches enormes, los Hispano Suiza que decía su padre. Y de ellos, uno por uno se iban bajando semidioses vestidos de luces y de entre todos, el matador. Papá, yo quiero ser torero, y el padre, siempre serio, sonreía. Que bonito sueño, que bello imposible. De vuelta a la puerta grande, un traguito de agua del botijo de una señora que los vendía a peseta y si era localidad de sol había que comprar una sombra, un medio cucurucho con una goma, que aliviaba los dos toros y medio que tardaba en llegar la sombra, no la de cartón, la de verdad. Mira papá, se va a caer. Un capitalista trepando por la fachada, aprovechando las hendiduras de los ladrillos. Todo, con tal de entrar a los toros.¿Y los guardias no les dicen nada? Mientras escalan, no. Imagina que se ponen nerviosos y se caen. Luego, arriba, les estarán esperando: o eso dicen.

Los pasillos de la plaza siempre le resultaban a aquel niño un caos indescifrable y maravilloso, un correr sin saber, la almohadilla, por aquí, por allá y esa amplia entrada a los tendidos que de repente se estrechaba en un pasillo enladrillado, unas escaleras y el ruedo, mágico plato dorado con dos anillos color teja. Y el sonar de los clarines era la culminación de toda esa ilusión, ya estaban en los toros, empezaba la magia, empezaba algo que siempre estaba presente, pero que era único, no había nada igual, eran momentos que no se iban a volver a repetir, por muchas veces que se fuera a la plaza, por muchas veces que años después se repitieran las rutinas, por muchas veces que siguiera compartiendo localidad con su padre y por muchas veces que se escuchara aquello del ¿te vienes a los toros? Ya de mayor, pero con esa familiaridad con siempre se vivió la afición a los toros, porque sin aspavientos, sin estridencias, desde siempre, los toros vivían en su casa.

Enlace programa Tendido de Sol del 22 de marzo de 2020:
https://www.ivoox.com/tendido-sol-del-22-marzo-de-audios-mp3_rf_49181866_1.html

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Así era exactamente. Mi aplauso y mi saludo D. Enrique, que placer el echar la vista atrás. Rigores.

Enrique Martín dijo...

Rigores:
Démonos momentos de placer, que ya habrá otros que contrarresten.
Un abrazo