O quizás habría que decir mejor: el regreso de un viejo conocido, la vuelta de un conocido del que acabamos de saber si quería ser nuestro amigo y la puesta de largo de un chiquito con un nombre lleno de esperanzas. No se puede decir que el aficionado que se acercó a la calle de Alcalá esperara ver la corrida del año, pero sí es verdad que esperaba algo. Esperábamos y encontramos a un Juan Mora maduro, sereno, más hecho, con ese no sé qué que suelen dar los años. Lástima que, con ese gusto y ese arte que siempre ha tenido, haya dejado marchar tantas oportunidades y tantos toros a lo largo de su carrera, en la que tuvo momentos de no demasiada lucidez. Aún recuerdo cuando se vio anunciado cuatro tardes en San Isidro y después de la primera no se le ocurrió otra cosa que decir por la tele que el público de Madrid era tonto. ¡Para qué más! Él solito convirtió la que podía haber sido su feria en un auténtico camino de espinas. Una y otra vez los “tontos” le estuvieron respondiendo con la misma moneda, enseñándole para quién debería estar montado este espectáculo, que no es una función sólo para “ellos”, los profesionales y los demás a callar. Pero como Juan Mora siempre ha sido torero pidió perdón y los mismos “tontos” se lo aceptaron. Esos mismos “tontos” que, aunque algo más viejos, le recibieron con una cerrada y cariñosísima ovación en su vuelta a Madrid, conscientes del camino que ha tenido que andar, de la estrepitosa cornada que le tuvo más para allá que para acá, del golpe muy reciente de la pérdida de su padre y de las injusticias que ha tenido que aguantar a lo largo de su carrera. Especialmente si se le compara con otros “fenómenos” que sí que han hecho fortuna en esto de los toros y que incluso ahora se les tilda de “maestros” o “figuras”.
No tuvo suerte Juan Mora con el ganado, bueno ni Juan Mora, ni nadie, incluidos los que nos sentamos en la ardiente piedra de Madrid, y juro que en esta expresión no hay nada de retórica. El ganado flojo como él solo, no aguantaba ni una simple regañina en el caballo, ni que se le amagara con bajarle un poquito la mano, y nos tuvimos que conformar con ver un poco del capote del extremeño, con conatos de arte cuando el lance era para los adentros, porque para los medios no quería saber nada de nada, y con ver como un torero daba por concluida la faena, montaba la espada y se tiraba a matar, evitándonos la horrorosa y habitual imagen del matador dándose un paseíto hasta las tablas para cambiar la espada de “mentira” por la de “verdad”.
El segundo que venía y que no sabíamos si era galgo o podenco era José Luís Moreno, el cordobés que unas veces parece que quiere ser amigo del aficionado y otras te pega un tartazo en toda la jeta, y además se queda a mirar para verte la cara. No es que tuviera como el mismísimo Paquiro porque le costó ver que el pitón del toro era el izquierdo. Hasta entonces hubo mucho paso atrás, mucho toreo al hilo del pitón y con desconfianzas. Cerró la faena con unos bonitos ayudados por bajo y una entera caída que le permitió darse una vuelta encantado con la oreja que le concedió el respetable.
Los aficionados con recuerdos más lejanos venían llenos de ilusión al ver en los carteles el nombre de César Girón, ¡toma ya! Ya se frotaban las manos cuando en estas apareció el hijo de Antonio Ignacio Vargas, que empezó la tarde con un tremendo susto cuando le cogió el toro y le mantuvo una eternidad suspendido del pitón. El trance podría haber hecho dimitir a cualquiera y decir que confirmara otro, que él ni estaba, ni se le esperaba. Pero debía ser por la casta Girón, que allá que se fue a seguir la tarea. Pero lo de torear es algo más que casta y algo menos que retorcerse y meter el pico. Parece que es el recurso del pataleo, que lo intento hacer bien y no me sale, pues meto el pico y se acabó. Pero ya habrá quien le diga que así no y si no lo quiere ver, pues qué se le va a hacer.
Y hoy hemos podido ver para qué son los actuales alguacilillos de la plaza de Madrid, para darse un paseo a caballo y para dar un abrazo a todo al que le den una oreja, porque para lo demás que no cuenten con ellos. Ya pueden los peones hacer que los toros se estampen contra las tablas, ya pueden correr el toro desde dentro del callejón o colocarse dónde les venga en gana, ya pueden los picadores hacer la carioca, quedar a merced del toro sin que nadie les acompañe para auxiliarles o que el callejón parezca el concurso de mazurcas de la verbena de la Paloma, ellos se limitan a hacer el Tancredo y no decir nada de nada. Qué tiempos aquellos en los que se oía la fusta restallar contra las tablas para llamar la atención a cualquiera que quisiera sacar los pies del tiesto. Aquellos alguaciles que cuando saludaban daban la mano con un caramelo, pero que estaban pendientes de la lidia, de acompañar a los caballos en su recorrido por el ruedo, de estar pendientes de dónde se ponía cada uno en el ruedo, se si se le tapaba la salida al toro o de que no le hicieran dar vueltas y vueltas para que doblara antes de tiempo. Hoy como muchas cosas más, son casi un elemento decorativo.
No tuvo suerte Juan Mora con el ganado, bueno ni Juan Mora, ni nadie, incluidos los que nos sentamos en la ardiente piedra de Madrid, y juro que en esta expresión no hay nada de retórica. El ganado flojo como él solo, no aguantaba ni una simple regañina en el caballo, ni que se le amagara con bajarle un poquito la mano, y nos tuvimos que conformar con ver un poco del capote del extremeño, con conatos de arte cuando el lance era para los adentros, porque para los medios no quería saber nada de nada, y con ver como un torero daba por concluida la faena, montaba la espada y se tiraba a matar, evitándonos la horrorosa y habitual imagen del matador dándose un paseíto hasta las tablas para cambiar la espada de “mentira” por la de “verdad”.
El segundo que venía y que no sabíamos si era galgo o podenco era José Luís Moreno, el cordobés que unas veces parece que quiere ser amigo del aficionado y otras te pega un tartazo en toda la jeta, y además se queda a mirar para verte la cara. No es que tuviera como el mismísimo Paquiro porque le costó ver que el pitón del toro era el izquierdo. Hasta entonces hubo mucho paso atrás, mucho toreo al hilo del pitón y con desconfianzas. Cerró la faena con unos bonitos ayudados por bajo y una entera caída que le permitió darse una vuelta encantado con la oreja que le concedió el respetable.
Los aficionados con recuerdos más lejanos venían llenos de ilusión al ver en los carteles el nombre de César Girón, ¡toma ya! Ya se frotaban las manos cuando en estas apareció el hijo de Antonio Ignacio Vargas, que empezó la tarde con un tremendo susto cuando le cogió el toro y le mantuvo una eternidad suspendido del pitón. El trance podría haber hecho dimitir a cualquiera y decir que confirmara otro, que él ni estaba, ni se le esperaba. Pero debía ser por la casta Girón, que allá que se fue a seguir la tarea. Pero lo de torear es algo más que casta y algo menos que retorcerse y meter el pico. Parece que es el recurso del pataleo, que lo intento hacer bien y no me sale, pues meto el pico y se acabó. Pero ya habrá quien le diga que así no y si no lo quiere ver, pues qué se le va a hacer.
Y hoy hemos podido ver para qué son los actuales alguacilillos de la plaza de Madrid, para darse un paseo a caballo y para dar un abrazo a todo al que le den una oreja, porque para lo demás que no cuenten con ellos. Ya pueden los peones hacer que los toros se estampen contra las tablas, ya pueden correr el toro desde dentro del callejón o colocarse dónde les venga en gana, ya pueden los picadores hacer la carioca, quedar a merced del toro sin que nadie les acompañe para auxiliarles o que el callejón parezca el concurso de mazurcas de la verbena de la Paloma, ellos se limitan a hacer el Tancredo y no decir nada de nada. Qué tiempos aquellos en los que se oía la fusta restallar contra las tablas para llamar la atención a cualquiera que quisiera sacar los pies del tiesto. Aquellos alguaciles que cuando saludaban daban la mano con un caramelo, pero que estaban pendientes de la lidia, de acompañar a los caballos en su recorrido por el ruedo, de estar pendientes de dónde se ponía cada uno en el ruedo, se si se le tapaba la salida al toro o de que no le hicieran dar vueltas y vueltas para que doblara antes de tiempo. Hoy como muchas cosas más, son casi un elemento decorativo.
2 comentarios:
Tu entrada me recuerda una anécdota que con frecuencia contaba un viejo banderillero de esta tierra, don Arturo Muñoz La Chicha, que anduvo por España con Calesero en 1946.
Decía don Arturo que el día que Calesero confirmó su alternativa en Madrid, por alguna razón quedó mal colocado cuando picaban al segundo del lote de Alfonso el trianero y de inmediato sintió el golpeteo de una vara en la hombrera del vestido. ¡Era uno de los alguacilillos indicándole que se colocara donde le correspondía!
Entonces, hubo el día en el que esos señores tenían una función de autoridad en el callejón y no solamente la de usufructuar una entrada a la plaza "sin causar derechos".
Saludos desde Aguascalientes, México.
Gracias por la anécdota que viene como anillo al dedo a mi entrada. Los alguacillos de antes, además, llevaban su autoridad con orgullo y responsabilidad, no como ahora, que se limitan a salir en las fotos y a dar abrazos a los que cortan las orejas. Estos perqueños detalles son los que diferencian la excelencia del resto de las cosas.
Un saludo Para México
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