La ganadería del Marqués de Saltillo nació allá por 1854, cuando el señor marqués, don Antonio Rueda Quintanilla, la compró a don José Picavea de Lesaca Montemayor, con reses de Vistahermosa. Él fue el artífice de este encaste con unas características propias que perduraron en el tiempo, incluso después de su muerte, en las manos de su viuda Francisca Osborne y su hijo, hasta que en 1918 la compró don Félix Moreno Ardanuy.
El toro de Saltillo no se caracteriza por ser grande, ni con peso, con una cabeza estrecha y alargada y generalmente veletos, cornivueltos y hasta cornipasos. Finos de hocico, lo que se llama hocico de rata y degollados, con un morrillo más bien poco desarrollado y entre los que predomina la capa negra y especialmente la cárdena, aunque en México, donde extendieron la semilla de su sangre con generosidad, se da el pelo colorado, pero más bien debido a su cruce con el ganado criollo. Y sin descartar, según he podido oír comentar a algún aficionado, que la causa también pueda estar en un gen recesivo de aquellas reses que le salían de vez en cuando al señor marqués. Siento no recordar ahora al padre de esta teoría, pero me gustaría poder citarle correctamente.
Aunque sí queremos reforzar esta tesis de los saltillos colorados no tenemos nada más que acudir a la historia y comprobar como el 17 de junio de 1867, Caramelo, colorado ojo de perdiz y chato de hocico, de la ganadería del Marqués de Saltillo, fue lidiado en la plaza de Cádiz por José Ponce, que actuaba en compañía de Antonio Sánchez, El Tato. El pupilo del señor marqués tenía ocho años y nueve hierbas en el momento saltar al ruedo. Salió en segundo lugar y él solito se ocupó de tomar 27 varas, partiendo cuatro palos a los de a caballo, a los que en siete ocasiones derribó, matando nueve caballos. Se dice que a la salida de cada vara obligaba a tomar el olivo a todo el que osara intentar hacerle el quite.
El segundo tercio fue un verdadero calvario para el peonaje, pues el tal Caramelo ya era dueño y señor del ruedo, con el inconveniente de haber adquirido mucho sentido durante la lidia. La gente entusiasmada pidió el indulto, a lo que el señor presidente no accedió. Una estocada de José Ponce en todo lo alto fue lo único que acabó con el ímpetu de Caramelo, no sin antes llevarse por delante a su matador, quien recibió un puntazo en la cabeza y un varetazo en el brazo, y cuando ya estaba decidido a llevarse por delante al espada, afortunadamente para él, el Saltillo sucumbió gracias a aquella valerosa estocada.
Historias de otra época con toros encastados, toreros embraguetados y un público que caía rendido ante la casta, poder y bravura del toro bravo, o como prefería don Felipe de Pablo Romero, del toro de lidia, lo de bravo quizás era pedir demasiado. Hoy sólo nos queda contemplar aquello con envidia, aunque seguro que los habrá que lo harán con escepticismo, pretendiendo autoconvencerse de que nada hubo mejor que lo de hoy. Pues allá cada uno.
El toro de Saltillo no se caracteriza por ser grande, ni con peso, con una cabeza estrecha y alargada y generalmente veletos, cornivueltos y hasta cornipasos. Finos de hocico, lo que se llama hocico de rata y degollados, con un morrillo más bien poco desarrollado y entre los que predomina la capa negra y especialmente la cárdena, aunque en México, donde extendieron la semilla de su sangre con generosidad, se da el pelo colorado, pero más bien debido a su cruce con el ganado criollo. Y sin descartar, según he podido oír comentar a algún aficionado, que la causa también pueda estar en un gen recesivo de aquellas reses que le salían de vez en cuando al señor marqués. Siento no recordar ahora al padre de esta teoría, pero me gustaría poder citarle correctamente.
Aunque sí queremos reforzar esta tesis de los saltillos colorados no tenemos nada más que acudir a la historia y comprobar como el 17 de junio de 1867, Caramelo, colorado ojo de perdiz y chato de hocico, de la ganadería del Marqués de Saltillo, fue lidiado en la plaza de Cádiz por José Ponce, que actuaba en compañía de Antonio Sánchez, El Tato. El pupilo del señor marqués tenía ocho años y nueve hierbas en el momento saltar al ruedo. Salió en segundo lugar y él solito se ocupó de tomar 27 varas, partiendo cuatro palos a los de a caballo, a los que en siete ocasiones derribó, matando nueve caballos. Se dice que a la salida de cada vara obligaba a tomar el olivo a todo el que osara intentar hacerle el quite.
El segundo tercio fue un verdadero calvario para el peonaje, pues el tal Caramelo ya era dueño y señor del ruedo, con el inconveniente de haber adquirido mucho sentido durante la lidia. La gente entusiasmada pidió el indulto, a lo que el señor presidente no accedió. Una estocada de José Ponce en todo lo alto fue lo único que acabó con el ímpetu de Caramelo, no sin antes llevarse por delante a su matador, quien recibió un puntazo en la cabeza y un varetazo en el brazo, y cuando ya estaba decidido a llevarse por delante al espada, afortunadamente para él, el Saltillo sucumbió gracias a aquella valerosa estocada.
Historias de otra época con toros encastados, toreros embraguetados y un público que caía rendido ante la casta, poder y bravura del toro bravo, o como prefería don Felipe de Pablo Romero, del toro de lidia, lo de bravo quizás era pedir demasiado. Hoy sólo nos queda contemplar aquello con envidia, aunque seguro que los habrá que lo harán con escepticismo, pretendiendo autoconvencerse de que nada hubo mejor que lo de hoy. Pues allá cada uno.