Probablemente un porcentaje muy alto de los aficionados a los toros se sentirá identificado con la figura del “heredero de afición” o lo que es lo mismo, el que empezó a saborear el veneno de los toros en pequeñas dosis administradas por sus padres. No era extraño ver al orgulloso padre entrando lleno de orgullo en la plaza con su retoño de la mano. Antes ya le había llevado a ver llegar a los toreros en aquellos coches enormes y redondeados aplastados por el esportón que viajaba en la baca en compañía de un significativo botijo. Luego padre e hijo mataban el tiempo contemplando el monótono caminar de los caballos de picar y tras un paseo por las galerías de la plaza pasaban a los tendidos zambullidos en la luz del sol del verano.
Entonces se nos abría este mundo de los toros en la creencia del respeto, respeto de toreros y ganaderos al público, del público a los semidioses vestidos de luces que eran los toreros y respeto de todos al toro. El toro, de quien creíamos a pie juntillas que era tratado con un mimo extremo, en la cría, en el transporte y en el trasiego por los corrales de la plaza, y al que había que contemplar en silencio, como si fuera una ceremonia religiosa. Sentados en el tendido oíamos atentamente las faenas de éste y aquel, del capote de Manolo Escudero, de cómo toreaba un tal Pepe Luís, de la debilidad por Manolo González, de la faena de dos orejas de Juan Posada sin llegar a entrar a matar o la alternativa de El Viti en el año sesenta y uno.
Pero sin entrar en más detalles ni llegar a valorar aquello, lo que nos encontramos hoy en día es muy distinto. ¿Qué les contamos a nuestros herederos de afición de hoy? ¿Qué les decimos? ¿Que nuestra fiesta de los toros está dando sus últimos estertores? ¿Que esa fiesta que nos deslumbró de niños, que nos maravilló de adolescentes y que nos enamoró de mayores ha sido desplazada a codazos por un vulgar sucedáneo? Ahora hay que empezar explicando a los niños que esas cosas raras que llevan en los pitones son unas fundas para que no les echen el toro para atrás en el reconocimiento, y que se le quitan y ponen previo paso por el mueco; que en el transporte les administran la dosis justa de tranquilizante, que a veces es más de la justa y provoca el triste espectáculo de ver a un toro tambaleándose por el ruedo como si tuviera una curda de impresión.
Lo que antes eran ídolos, los toreros, ahora son muñecotes obsesionados por cortar orejas y rabos, como si hubieran sido poseídos por el espíritu de Jack el Destripador. ¿Qué hazañas puedo contar de los matadores de hoy? ¿Que en un año toreó quinientas corridas conduciendo su avioneta particular o una moto de gran cilindrada que a veces también utilizaba en el segundo tercio? Resulta difícil hacerles comprender que a los toros ahora se va a ver si salta la liebre. El aficionado a la fiesta de los toros de antes, de unos quince o veinte años para atrás, o quizás más, se ha tenido que olvidar de ir a ver toros, buenos, malos o regulares, pero toros a los que el torero tenía que poder, someter y, si podía, torear con arte y al que había que ver en el caballo. Ahora el fenómeno más fenómeno es ése al que le sale un burro parado y a base de trapazos le hace seguir el trapo rojo, haya o no cumplido en el caballo y haya sido lidiado o no con el capote por el matador de turno. Un fenómeno muy aplaudido por los nuevos aficionados y prensa del movimiento, que lo explican con esa falacia de ir de menos a más.
A mi se me hace muy difícil explicar por qué voy a los toros en la actualidad, sobre todo cuando tarde tras tarde me siento engañado y defraudado. Se me hace muy difícil tirar de mis hijos para llevarles a los toros, porque cuando se acaba el deslumbramiento de los trajes de luces, de los picadores dando vueltas y vueltas con el caballo antes de la corrida, y de lo que llaman “el ambiente de los toros”, todo se viene abajo cuando sale el toro que se desmorona por la arena a las primeras de cambio y cuando su oponente es un señorito que pone posturas y que no hace nada que pueda emocionar a nadie, porque el dar pases y pases no emociona, pero el torear… ¡Ay, el torear!: el torear te hace perder la cabeza. Y la pierdes tanto, que por verlo de tarde en tarde, eres capaz de aguantar basura y más basura. Eso sí, lo complicado es hacerlo entender a tus herederos de afición y que se apunten a tu secta de locos. Feliz Año a todos.
Entonces se nos abría este mundo de los toros en la creencia del respeto, respeto de toreros y ganaderos al público, del público a los semidioses vestidos de luces que eran los toreros y respeto de todos al toro. El toro, de quien creíamos a pie juntillas que era tratado con un mimo extremo, en la cría, en el transporte y en el trasiego por los corrales de la plaza, y al que había que contemplar en silencio, como si fuera una ceremonia religiosa. Sentados en el tendido oíamos atentamente las faenas de éste y aquel, del capote de Manolo Escudero, de cómo toreaba un tal Pepe Luís, de la debilidad por Manolo González, de la faena de dos orejas de Juan Posada sin llegar a entrar a matar o la alternativa de El Viti en el año sesenta y uno.
Pero sin entrar en más detalles ni llegar a valorar aquello, lo que nos encontramos hoy en día es muy distinto. ¿Qué les contamos a nuestros herederos de afición de hoy? ¿Qué les decimos? ¿Que nuestra fiesta de los toros está dando sus últimos estertores? ¿Que esa fiesta que nos deslumbró de niños, que nos maravilló de adolescentes y que nos enamoró de mayores ha sido desplazada a codazos por un vulgar sucedáneo? Ahora hay que empezar explicando a los niños que esas cosas raras que llevan en los pitones son unas fundas para que no les echen el toro para atrás en el reconocimiento, y que se le quitan y ponen previo paso por el mueco; que en el transporte les administran la dosis justa de tranquilizante, que a veces es más de la justa y provoca el triste espectáculo de ver a un toro tambaleándose por el ruedo como si tuviera una curda de impresión.
Lo que antes eran ídolos, los toreros, ahora son muñecotes obsesionados por cortar orejas y rabos, como si hubieran sido poseídos por el espíritu de Jack el Destripador. ¿Qué hazañas puedo contar de los matadores de hoy? ¿Que en un año toreó quinientas corridas conduciendo su avioneta particular o una moto de gran cilindrada que a veces también utilizaba en el segundo tercio? Resulta difícil hacerles comprender que a los toros ahora se va a ver si salta la liebre. El aficionado a la fiesta de los toros de antes, de unos quince o veinte años para atrás, o quizás más, se ha tenido que olvidar de ir a ver toros, buenos, malos o regulares, pero toros a los que el torero tenía que poder, someter y, si podía, torear con arte y al que había que ver en el caballo. Ahora el fenómeno más fenómeno es ése al que le sale un burro parado y a base de trapazos le hace seguir el trapo rojo, haya o no cumplido en el caballo y haya sido lidiado o no con el capote por el matador de turno. Un fenómeno muy aplaudido por los nuevos aficionados y prensa del movimiento, que lo explican con esa falacia de ir de menos a más.
A mi se me hace muy difícil explicar por qué voy a los toros en la actualidad, sobre todo cuando tarde tras tarde me siento engañado y defraudado. Se me hace muy difícil tirar de mis hijos para llevarles a los toros, porque cuando se acaba el deslumbramiento de los trajes de luces, de los picadores dando vueltas y vueltas con el caballo antes de la corrida, y de lo que llaman “el ambiente de los toros”, todo se viene abajo cuando sale el toro que se desmorona por la arena a las primeras de cambio y cuando su oponente es un señorito que pone posturas y que no hace nada que pueda emocionar a nadie, porque el dar pases y pases no emociona, pero el torear… ¡Ay, el torear!: el torear te hace perder la cabeza. Y la pierdes tanto, que por verlo de tarde en tarde, eres capaz de aguantar basura y más basura. Eso sí, lo complicado es hacerlo entender a tus herederos de afición y que se apunten a tu secta de locos. Feliz Año a todos.