No había plaza que se resistiera a los sueños de los niños que anhelaban vestirse de torero |
Solo hay dos cosas que enternecen el corazón del más
exigente aficionado a los toros: el toreo suave y con dominio y el ver un niño
sentado en los tendidos. ¡Ay, los hombres de piedra! No pueden evitar el
derretirse de forma irremediable cuando contemplan la imagen de un niño sentado
en la piedra de la plaza, con los pies colgando sin alcanzar el suelo y con la
mirada fija en el ruedo. ¿Tú vas a ser torero? ¿Quién es tu torero? ¿Vas a
venir más veces? ¿No te dan miedo los toros? Las preguntas se apelotonan en
torno al chavalín. En otros tiempos lloverían caramelos, cucamonas y tientos en
la cabecita de la criatura.
Mientras, el padre o el abuelo, especialmente este último,
casi tienen que aguantar la respiración para no explotar de gozo y orgullo.
Como si estuvieran en presencia del señor notario, la primera vez que entran en
la plaza de la mano del pequeñín sienten como le estuvieran legando la más
valiosa propiedad de la familia: la afición a los toros. ¿Ves este sitio? Pues
es mi abono y algún día será tuyo. ¡Guau! El abuelo me dejará la mejor su
localidad en propiedad. Y sin tener que pagar pesadas hipotecas, ni que pelear
con bancos, prestamistas o registradores de la propiedad. Simplemente habrá que
ir los domingos a los toros, una tras otra feria de San Isidro y las de Otoño,
desde hoy hasta que aguanten las piernas o hasta que se me lleve la de la
guadaña.
Recuerdo aquel primer día de un niño con su abuelo, que
arrebatándole la manita al padre de la criatura lo tomó para si y juntos
cruzaron la puerta de la plaza. “Es mi nieto, hoy es la primera vez que viene”.
Y con la majestuosidad que da el orgullo de lo nuestro, el abuelo fue para
dentro. La bolsa de la merienda, el abriguito por si refrescaba, las
almohadillas, los prismáticos del abuelo y las entradas atrapadas entre los
dientes, eso eran cosas del papá, que era joven y podía con todo. “Mira, por
ahí entran los toreros, coge el programa, que ahí te dicen quién torea y mira,
ven, por ahí les sacan a hombros, asómate”. Y como son muchos los abuelos, un
señor con gorra de plato y una sonrisa que necesitaba dos viseras para
cubrirla, le abrió la puertecita que solo dejaba pasar una persona casi de
perfil y le invitó a pasar. “Pasa, ven”. ¡Caramba! Un caballo blanco y otro
detrás. Los ojos del niño tanto se abrieron que pareció que amanecía el sol en
el pasaje que llevaba a la Puerta de Madrid. Unos brazos intentaron coger al
crío por detrás, pero ¡ay! La reúma. “Súbelo tú”. Uno de los alguacilillos le
ordenaba al padre que montara al mozalbete al caballo blanco. Y el padre,
aliviado, pudo soltar la bolsa de la merienda, el abriguito por si refrescaba,
las almohadillas... todo, porque además no había que impacientar al abuelo que
le repetía sin parar: “Venga, venga, móntalo”. Y allí arriba, desde aquel jaco blanco
todo se veía mucho mejor. Lo que no se puede afirmar es quién se mostraba más
satisfecho, si el abuelo viendo allí a su nieto, si el abuelo de otros niños
vestido de alguacilillo que había dado una alegría monumental al joven
aficionado, o el papá, que por unos segundos sintió cómo se le aligeraban los
brazos de aquel ajuar taurino imprescindible para que nieto y abuelo estuvieran
en la plaza sin que nada echaran de menos.
¡Cuánta gente! Y todos iban a los toros. Cuánto señor tan
simpático; raro era el que no le decía algo al recién bautizado como aficionado
a los toros; hasta hubo alguna señora entusiasta que le besuqueó la cara al
niño. Cuánta escalera, ¿no? Es lo que tiene eso del abono en las alturas. La
puerta de la grada del abuelo y papá. No parecía posible que se hicieran más
fiestas que las de los recibidores y acomodadores al ver a los habituales y al
neófito yendo hacia ellos, uno hasta bromeó con solo dejar entrar al niño; pero
si eran posible el que la visita fuera aún más aclamada, solo había que hacerse
presente ante los habituales de todas las tardes. Besos, caramelos, risas,
carantoñas, halagos desmedidos, pero justos, por supuesto, que casi provocan
que el abuelo explotara allí mismo de satisfacción. Y ya sentados en el sitio
de siempre, niño y abuelo juntos, faltaría más. el primero ordenó: “Hazme una
foto con mi nieto en los toros” Y el papá después de acomodar la bolsa de la
merienda, el... tuvo que bajar y hacer la foto que reunía para él lo pasado, lo
que vendría, lo que él vivió junto a aquel señor que ahora era el abuelo más
feliz del mundo, lo que viviría con aquel niño, el de los ojos grandes y
resplandecientes como faros de barco. ¿Y por qué llevó aquel día al niño a los
toros? Quizá por la misma razón por la que le llevaron a él hace algún tiempo,
por querer transmitir el amor a esta gran pasión, por querer hacerle llegar
tantas enseñanzas sobre la vida, la muerte, el respeto y la exigencia, que la
seriedad no está reñida con la generosidad, el amor sin reservas a un animal
único, el respeto a todos los animales de la creación, al campo y a toda la
naturaleza. Será por estas u otras razones, porque los padres siempre quieren
lo mejor para sus hijos o por otro millón de motivos igual o más sólidos, por
todo eso es un gusto ver a los niños en los toros.
Enlace del Programa Tendido de Sol del 28 de marzo de 2016: