Si ha habido un símbolo del toreo de verdad en los últimos años, ese ha sido Antonio Chenel “Antoñete”. Tras volver a los toros allá por los años ochenta, el torero del barrio de las Ventas personalizó el clasicismo más puro, el arte y la torería por todas las plazas del mundo.
Antoñete se empeñó en que nadie olvidara qué es cargar la suerte, sin exageraciones, embarcar la embestida y rematar el lance. Con el capote enganchaba al toro en los vuelos el capote, meciendo la embestida como si acunara a un niño. Una, dos, tres, cuatro verónicas y la media enroscándose el burel a la cintura. Una media belmontina, pero quizás más estética aún si cabe. Con la muleta en la mano era un maestro y un exponente muy claro de lo que es el toreo hondo, con pases profundos, que no largos necesariamente. En el toreo de Antoñete, como en el torero clásico, los pases no pueden ser muy largos, o no tanto como quieren hacerlos ahora. Es muy fácil poner los límites; desde donde el torero puede poner la tela adelantando la mano, hasta justo detrás de la cadera cuando se remata atrás. Eso hace que el lance sea hondo. Hoy prima la longitud más que la “jondura”. Ahora no se duda en alargar el brazo con la muleta torcida para tirar del toro con el pico y describir una amplia línea alejada del matador, para acabar allí en las lejanías de éste con un mantazo que no hace otra cosa que vaciar la embestida.
Cualquiera que se detenga en analizar el toreo de Antoñete verá qué él, como cualquier clásico, se traía el toro hacia su cuerpo bajándole la mano, para despedirlo detrás de la cadera, haciéndole describir un arco. Y no me voy a meter en eso de la “geometría del toreo” porque ya ha habido gente mucho más sabia que yo que lo han explicado mucho mejor de lo que yo pueda soñar.
Pero ¿dónde está esa pelea de Antoñete contra Antoñete? Pues justamente en el momento en que el torero se convierte en comentarista. Es una de las contradicciones más grandes del toreo: lo que el matador hizo y lo que el comentarista dice. Y es que según el segundo, el primero era un vaina y según el primero, el segundo es sólo palabrería. Ignoro lo que ha empujado al maestro a tal situación, aunque me lo puedo imaginar, pero, en ocasiones, las personas asumen un papel, aunque sea sin querer, al que no pueden renunciar. O sí, pero causando un daño muy grave. Un símbolo de la torería y del clasicismo no puede venderse descaradamente al puro mercantilismo porque lo que consigue es tirar por tierra toda su obra anterior y equiparar la vulgaridad imperante con aquello que era puro arte.
Pero para que nadie se olvide de lo que era torear, aquí dejo una muestra, que no quiere decir que sea lo mejor del maestro de Madrid, pero que si sirve para que el que quiera enterarse, pues que se entere y el que no, sólo tiene que sintonizarle cualquier tarde en cualquiera de las retransmisiones con que nos “obsequia” la prensa del movimiento.