domingo, 21 de septiembre de 2014

Último martes de septiembre, fiesta grande en Tamames

La emoción deambula por las calles


Llega septiembre y Castilla saca sus galas para honrar a sus patrones. Acabadas las labores del campo y con la saca repleta, es tiempo de resarcirse de los fríos y los calores extremos de la tierra. Como las moras en la zarza, las fiestas van brotando sin cesar, sin distinguir si es en aldeas, villas o capitales; y, aparte de la reciente moda de las peñas de identificarse con su camiseta, el elemento más común a toda celebración es el toro. Charangas, bandas uniformadas, majoretes, coros de borrachos o procesiones de cura, monaguillo y mujeres tocadas de mantilla, todos se detienen para dejar paso al tótem ibérico.  Ya se encargan las autoridades terrenales y las de los asuntos divinos de procurar que no se mezclen los trajes domingueros y capelos parroquiales con cencerros, carreras y quiebros para esquivar un derrote.

Esto me hace recordar como hace ya muchos años, en un pueblo de Salamanca, antes Tamames de la Sierra y ahora, solo Tamames, hubo un mozo que pareció no respetar la tregua que las fuerzas vivas daban a la población para mudar las galas y joyeríos de las señoras por otra ropa más cómoda y acorde con el encierro. Nadie lo había hecho ley, pero era de buen cristiano el permitir que los más presumidos se enseñorearan con sus trajes recién estrenados, las damas intentaban domar los tacones de sus zapatos nuevos y si hacía el caso, dejaban caer pulseras y collares asomados a los balcones de sus escotes. Pero ya digo que el mozo en cuestión parecía aturdirse con el tintineo de las joyas y poses bambollonas de quiero y no puedo, y decidió que era mucho más alegre el de los cencerros de los acompañantes de los toros. Y allá que se fue con tan sonoro aparataje, entrando en el pueblo por el extremo de la calle Larga por el que se esperaba el encierro, pero más tarde. Ante tal escandalera y sin preguntar, ni mirar, las joyas chocaron sin son unas contra otras, los tacones se revelaron potros salvajes y los ajustados cortes de los trajes de sastre mostraron inmediatamente las limitaciones de movimientos a que sometían a sus perchas. No había talanqueras suficientes para esconder tanto miedo, ni calles lo bastante cortas como para salirse del trayecto de los toros. Cuatro tolón-tolón a destiempo y el pueblo se convertía en un enjambre de locos. Como si fuera un huracán, solo hubo un instante de calma, precisamente en el ojo de tal huracán, cuando aquellas almas perdidas que buscaban su armazón para presentarse al Juicio Final se dieron cuenta del motivo de sus porrazos y angustias: el mozo contemplando la acogida de su concierto de cencerro, “la Cencerrada”.

Esto es simplemente una anécdota, algo que ocurrió ya hace muchos años, tantos que solo sus hijos y algún mayor del pueblo lo recordamos, tal fue la hazaña. Pero el caso puede servir para comprobar lo presente que está el toro por allí. Primero arreglan sus cuentas con el de arriba y luego se entregan al jolgorio aquí abajo. Sacan a su Cristo del Amparo por las calles de Tamames para que todos puedan recibir su bendición. No soy capaz de saber si es mayor el respeto que la emoción, pero a Él se postran con extrema devoción creyentes y ateos, pues las creencias parecen no importar si se trata del Cristo. En su presencia se te vienen a la cabeza los que ya no están, los que otras veces lo portaron, los que a Él se encomendaron pidiendo que sanara a los enfermos, que ayudara a los suyos o que acogiera a los que acababan de marchar. El Santo Cristo del Amparo, que como ocurre con el pueblo, hayas nacido o no en él, ya te atrapa, será por eso que hay puchereros natos y de adopción, los que venimos de la raíz que allí agarró.

Pero toda esa emoción cambia de rumbo, que no de intensidad y nos pone delante de las vacas que, esta vez sí, se soltarán sin sorpresas, ni sobresaltos, aunque igual a aquel mozo le estén sujetando cuatro ángeles del cielo para evitar más caídas de las inevitables. Siempre parece que habrá embotellamientos durante el recorrido, la calle está abarrotada, pero es abrir el cajón, asomar los dos pitones y la testuz rizada y desaparece el mundo, si acaso cuatro mozos con buenas piernas, algún aguerrido aficionado y en tiempos, una mujer que con una rebequita hacía retorcerse a los animales, como si fuera la mismísima Juanita Cruz. Las carreras pueden ir en cualquier dirección, pues la cuestión es que la gente se divierta y pase sus apreturas con las vacas. Llegada a la plaza y vuelta, tantas veces como el bicho aguante. Pero el día grande, la fiesta en toda la extensión de la palabra, es el martes, siempre el último de septiembre, con su encierro a caballo, entrando los toros por un extremo del pueblo y guiados por los caballistas, que apurados en más de una ocasión han tenido que agarrarse a un balcón, bien con las manos o con los dientes. Y no exagero.

Y por supuesto, por la tarde, la corrida, novilladas en las que los alumnos de la Escuela de Salamanca tienen ocasión de dejarse ver, aunque no son los únicos, también las “figuritas” del escalafón inferior han lucido palmito al pie de la Sierra. Incluso un tal Daniel Luque se asomó por allí tal día en el que exigió afeitar los toros, bajo amenaza de no salir, lo que no fue del agrado ni del señor alcalde, ni de los números de la Guardia Civil. Si es que ya apuntaba maneras. Pero la aspiración eterna de este pueblo es el tener un hijo del pueblo torero y una plaza de toros permanente. Que allí se anunció don Antonio Bienvenida por última vez, días antes de su fatal percance, pero siempre en plaza portátil. Si es que ya lo decía el mozo de los cencerros: Parece mentira que Tamames no tenga plaza de toros. Aunque él disfrutaba igual en su pueblo y mucho más cuando se escapaba para estar el “Último martes de septiembre, fiesta grande en Tamames”.


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