miércoles, 24 de mayo de 2017

Todos destastarillaos


El toro, que gran ambición, ¿quizá una utopía?

Lo que en los dominios de Albacete quiere decir que todos estaban inválidos, manga por hombro, esguardamillaos, desvencijaos, hechos una ruina, pa’l arrastre, o tía, que mal, ¿no? Lo que viene siendo un auténtico desastre. Ya la cosa no pinta bien cuando te anuncian dos hierros así, de cara, por muy de la casa que sean ambos, pero si ya asumimos que no juntamos seis válidos para Madrid, apaga y vámonos. Que se anunciaban los de Valdefresno y Fraile Mazas, encaste Lisardo y Atanasio, y que al final daba lo mismo lo uno, que lo otro, porque ni los unos, ni los otros eran capaces aguantarse en pie y ni tan siquiera esa rabia, ese arranque que otorga la casta les hacía sujetarse sobre las cuatro manos, según terminología televisiva, como los monos, las manos delanteras y las manos traseras. Que no me lo pregunten a mí, las reclamaciones a los señores comentaristas de las corridas por la tele. Que en tardes como la presente, la verdad es que en más de una ocasión resultaba complicado saber de que flojeaban más, si de las manos o de las patas.

Rendía visita Daniel Luque, ese torero al que Madrid siempre espera, los capitalinos están como locos por verle todos los días, si no se explican como los carteles no son él y dos más. Con su prestancia, su porte, su decisión, su simpatía y esa química con los tendidos de las Ventas. Tan decidido como siempre, tardó en decidirse a intentar que su primero dejara de corretear y cuando ya parecía que sí, se lo devolvieron a los corrales. Corrió turno y salió el otro de Valdefresno, que al primer o segundo capotazo casi hinca los dientes en la arena. No hubo ocasión de picarle, no fuera a ser que aún se tambaleara todavía más. Los picadores muy colaboradores ellos, acostumbrados a esos lugares de Dios en los que tanto se jalea el que apenas topa el toro señalar simplemente el puyazo, sin picar, se encuentran con que en Madrid les dicen eso de “hay que picar a los toros”, que igual lo entienden sin la “h”, “ay, que picar a los toros. Porque así se pasaron toda la tarde. Como la “h” es muda, quizá si dijéramos “jay que picar a los toros”, igual todo se aclararía. Resulta que un rato después apareció Luque, ya con la muleta preparada y el pico a punto para pasarse el animalito a prudencial distancia, para después ahogarle y ponerse muy pesado, que ya sabemos de su debilidad por Madrid, pero tampoco tiene que ser tan… ¿generoso? Y alargar tanto las faenas. El que salió cuarto, un sobrero de Adelaida Rodríguez, también se fue de vuelta a los corrales y le sustituyó uno de carriquiri. ¿Recuerdan aquellos torillos chicos, pero un picante que los hacían comparables con las avispas? Pues servidor tampoco. Este era un manso de libro, que a cuatro palmos de toriles ya le parecía estar demasiado lejos. Se intentó, acertadamente, cambiar la lidia a favor de querencia, pero como alguien debía tener prisa, al final Luque se lo llevó del tirón al que guardaba la puerta. ¡Fuera miserias! La verdad es que si le hubieran puesto las viudas, tampoco habría pasado nada. Se le picó como se pudo, pues en esos momentos no es para mirar rayas, ni rayos, hay que picar y punto, para que al menos se pueda poner el matador delante sin correr un riesgo innecesario. Esto no lo censuraremos jamás, si tras múltiples intentos de llevar el toro al caballo, en uno de ellos se logra que el animal tome el peto. Ahí hay que aprovechar y picarle todo de una vez si se tercia. Curiosamente, no quedó tan mal para la muleta como se podía pensar, que tampoco era de premio. Sí es verdad que no tenía una embestida franca, lo que propiciaba los enganchones, que unido a la falta de mando del matador, aquello se convertía en un trasteo soporífero y sin motivo.

Fortes se enfrentó a otro de Valdefresno que debería haber seguido el camino del primero. Por supuesto que lo de la suerte de varas era un imposible, con ese señalar el puyazo de forma ostensible por parte del pica, como si estuviera haciendo un favor a los señores que habían pagado por un tercio de varas, birlándoselo en su cara. Muletazos de rodillas, que como suele pasar, por esa imposibilidad de esconder la pierna y la poca movilidad del matador, aunque sean trapazos destemplados, suelen darse con la muleta más plana de lo habitual. Luego, ya de pie, las cosas volvieron a su ser, a los trapazos, al meterse entre los pitones, vulgar, haciendo que algunos no entendieran esos alardes absurdos que tan poco tienen que ver con el toreo. Su segundo, el quinto, fue más de los mismo, muletazos desangelados, sin poderle bajar al mano a riesgo de despanzurre, mientras el de Fraile Mazas deambulaba como un burro por el ruedo.

Menos mal que estaba Juan lal para animarnos, que delicia, por un momento a algunos nos transportó a años atrás, a los veranos de la juventud, a la plaza de Benidorm, dónde tanto gustaban los que calzaban de rosas y se ponían a hacer mojigangas delante de los pobres animalejos. Si hasta ese calorcillo estival se hacía sentir en el rostro. Ese Juan Leal que aún no ha acabado de asimilar eso del toreo de capote, ni para qué sirve, ni que con él se lleva y se saca a los toros del caballo, ni tan siquiera que si llueve uno lo puede usar para echárselo por encima y no mojarse. Ese recibiendo por detrás desplegando la muleta, que si se descuida, ni pilla toro, de lo vencido que iba el toro por ese lado. Más muletazos por el dorso y otros por el torso, sin saber con cuál quedarnos. Al final se los quedó todos él. No acertaba ni daba la sensación de que lo tuviera muy claro, de dónde ponerse. Pico, culo fuera, él muy, muy fuera, vulgarísimo y cuándo el animal ya se le aquerenció en tablas, ¡ay, amigo! Ahí se explayó, despatarrado hasta la más chabacana exageración, con invertidos, circulares, regañado con el toro, gesticulante, metido entre los pitones y por si le faltara algo, un traspiés en la cara del toro, que le ignoró por completo, que hizo que algunos perdieran la compostura y se volvieran locos ante tal desparrame de vulgaridad. Pobre Madrid. ¿Dispuesto? Pues hombre, sí, pero en el toreo, la disposición es el fascículo uno y el dos, que te lo dan de regalo, pero de ahí al ciento cincuenta y ocho hay que rellenar con otras muchas cosas y que van más allá de esa supuesta disposición. A su segundo, al que costaba llevar al caballo sabiendo, sin saber, imagínense, la eternidad. El de fraile mazas hasta empujó en el peto, aunque eso sí, con la cara alta y hacia afuera, buscando cómo salir de allí. El francés intentó reeditar su repertorio de tosquedades sin sentido, pero las carreritas entre muletazo y muletazo, el que se la dejara tocar en demasía y las dudas para ver por dónde le metía mano, hicieron que el personal se aburriera y que ni ese meterse entre los cuernos le levantara el espíritu. Ya era muy tarde y el festejo se había hecho demasiado pesado viendo ese desfile de inválidos descastados y es que, como dicen por los llanos de Albacete, estaban todos destastarillaos.

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