La emoción deambula por las calles |
Llega septiembre y Castilla saca sus galas para honrar a sus
patrones. Acabadas las labores del campo y con la saca repleta, es tiempo de
resarcirse de los fríos y los calores extremos de la tierra. Como las moras en
la zarza, las fiestas van brotando sin cesar, sin distinguir si es en aldeas,
villas o capitales; y, aparte de la reciente moda de las peñas de identificarse
con su camiseta, el elemento más común a toda celebración es el toro.
Charangas, bandas uniformadas, majoretes, coros de borrachos o procesiones de
cura, monaguillo y mujeres tocadas de mantilla, todos se detienen para dejar
paso al tótem ibérico. Ya se encargan
las autoridades terrenales y las de los asuntos divinos de procurar que no se
mezclen los trajes domingueros y capelos parroquiales con cencerros, carreras y
quiebros para esquivar un derrote.
Esto me hace recordar como hace ya muchos años, en un pueblo
de Salamanca, antes Tamames de la Sierra y ahora, solo Tamames, hubo un mozo
que pareció no respetar la tregua que las fuerzas vivas daban a la población
para mudar las galas y joyeríos de las señoras por otra ropa más cómoda y
acorde con el encierro. Nadie lo había hecho ley, pero era de buen cristiano el
permitir que los más presumidos se enseñorearan con sus trajes recién
estrenados, las damas intentaban domar los tacones de sus zapatos nuevos y si
hacía el caso, dejaban caer pulseras y collares asomados a los balcones de sus
escotes. Pero ya digo que el mozo en cuestión parecía aturdirse con el tintineo
de las joyas y poses bambollonas de quiero y no puedo, y decidió que era mucho
más alegre el de los cencerros de los acompañantes de los toros. Y allá que se
fue con tan sonoro aparataje, entrando en el pueblo por el extremo de la calle
Larga por el que se esperaba el encierro, pero más tarde. Ante tal escandalera
y sin preguntar, ni mirar, las joyas chocaron sin son unas contra otras, los
tacones se revelaron potros salvajes y los ajustados cortes de los trajes de
sastre mostraron inmediatamente las limitaciones de movimientos a que sometían
a sus perchas. No había talanqueras suficientes para esconder tanto miedo, ni
calles lo bastante cortas como para salirse del trayecto de los toros. Cuatro
tolón-tolón a destiempo y el pueblo se convertía en un enjambre de locos. Como
si fuera un huracán, solo hubo un instante de calma, precisamente en el ojo de
tal huracán, cuando aquellas almas perdidas que buscaban su armazón para
presentarse al Juicio Final se dieron cuenta del motivo de sus porrazos y
angustias: el mozo contemplando la acogida de su concierto de cencerro, “la
Cencerrada”.
Esto es simplemente una anécdota, algo que ocurrió ya hace
muchos años, tantos que solo sus hijos y algún mayor del pueblo lo recordamos,
tal fue la hazaña. Pero el caso puede servir para comprobar lo presente que
está el toro por allí. Primero arreglan sus cuentas con el de arriba y luego se
entregan al jolgorio aquí abajo. Sacan a su Cristo del Amparo por las calles de
Tamames para que todos puedan recibir su bendición. No soy capaz de saber si es
mayor el respeto que la emoción, pero a Él se postran con extrema devoción
creyentes y ateos, pues las creencias parecen no importar si se trata del
Cristo. En su presencia se te vienen a la cabeza los que ya no están, los que
otras veces lo portaron, los que a Él se encomendaron pidiendo que sanara a los
enfermos, que ayudara a los suyos o que acogiera a los que acababan de marchar.
El Santo Cristo del Amparo, que como ocurre con el pueblo, hayas nacido o no en
él, ya te atrapa, será por eso que hay puchereros natos y de adopción, los que
venimos de la raíz que allí agarró.
Pero toda esa emoción cambia de rumbo, que no de intensidad
y nos pone delante de las vacas que, esta vez sí, se soltarán sin sorpresas, ni
sobresaltos, aunque igual a aquel mozo le estén sujetando cuatro ángeles del
cielo para evitar más caídas de las inevitables. Siempre parece que habrá
embotellamientos durante el recorrido, la calle está abarrotada, pero es abrir
el cajón, asomar los dos pitones y la testuz rizada y desaparece el mundo, si
acaso cuatro mozos con buenas piernas, algún aguerrido aficionado y en tiempos,
una mujer que con una rebequita hacía retorcerse a los animales, como si fuera
la mismísima Juanita Cruz. Las carreras pueden ir en cualquier dirección, pues
la cuestión es que la gente se divierta y pase sus apreturas con las vacas.
Llegada a la plaza y vuelta, tantas veces como el bicho aguante. Pero el día
grande, la fiesta en toda la extensión de la palabra, es el martes, siempre el
último de septiembre, con su encierro a caballo, entrando los toros por un
extremo del pueblo y guiados por los caballistas, que apurados en más de una
ocasión han tenido que agarrarse a un balcón, bien con las manos o con los
dientes. Y no exagero.
Y por supuesto, por la tarde, la corrida, novilladas en las
que los alumnos de la Escuela de Salamanca tienen ocasión de dejarse ver,
aunque no son los únicos, también las “figuritas” del escalafón inferior han
lucido palmito al pie de la Sierra. Incluso un tal Daniel Luque se asomó por
allí tal día en el que exigió afeitar los toros, bajo amenaza de no salir, lo
que no fue del agrado ni del señor alcalde, ni de los números de la Guardia
Civil. Si es que ya apuntaba maneras. Pero la aspiración eterna de este pueblo
es el tener un hijo del pueblo torero y una plaza de toros permanente. Que allí
se anunció don Antonio Bienvenida por última vez, días antes de su fatal
percance, pero siempre en plaza portátil. Si es que ya lo decía el mozo de los
cencerros: Parece mentira que Tamames no tenga plaza de toros. Aunque él
disfrutaba igual en su pueblo y mucho más cuando se escapaba para estar el
“Último martes de septiembre, fiesta grande en Tamames”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario