Si hay algo con lo que el aficionado identifica la Fiesta en Francia, eso es el respeto por la suerte de varas en muchas de sus plazas. |
Si a alguno de ustedes desean sentir el flamenco y que este
les llegue a la fibra, les desgarre el alma, tocar el duende con los dedos y
mirar el quejío a los ojos, no lo duden, viajen a Japón, a los tablaos de Tokio
y alrededores. Viajen a los orígenes, a la esencia, Japan Airlines fleta cinco
vuelos diarios a Osaka. ¿Absurdo? No, ¿por qué? Es más, el que quiera montar un
tablao en el barrio de Triana en Sevilla, en el barrio de la Viña de Cádiz, en
Jerez o en el Madrid castizo, que se ponga en contacto con los organizadores de
la Semana Flamenca de Tokio, el señor Naruito, el señor Toko Mori y el señor
Naruiatsi, que muy gentilmente le revelarán todos los secretos del cante, el
toque y el baile. Son verdaderos expertos. Incluso se dice que han sido
asesorados por Manolo Manteca, el Cojo de Chipiona, Jacinto Bocanegra, el Mudo
de Osuna y José Juárez, El Manco de la Isla. Eso sí, adivinen ustedes cuál es
su fuerte en eso del flamenco. Entre todos le montan un tablao en la habitación
de una casa de papel de bambú. Vale, de acuerdo que la acústica no es la ideal
y los bailaores solo pueden bailar sentados, pero a buenas intenciones no les
gana nadie. Doscientos pavos la juerga y los españoles que se van para allá vuelven
encantados. Aquello sí que es flamenco del güeno, no lo de aquí.
¿Y por qué será que esto suena rocambolesco, poco viable y
hasta un tanto...? Dejémoslo ahí. Pero resulta que el que quiere ver toros de
verdad se tiene que ir a Francia. Y no voy a ser yo el que no reconozca las
virtudes del país vecino. No sé si tenemos mucho que aprender de ellos, quizá
sí, porque de todo el mundo se aprende, si es que hay voluntad y capacidad para
ello. Pero igual su mayor aportación sea el obligarnos a hacer memoria de cómo
eran los toros en España hace años, de cómo el toro era el centro de todo, cómo
se tenía en cuenta al aficionado, cómo se le respetaba, cómo se ponía a los
buenos y se repetía a los mejores y cómo los malos, toreros o ganaderos, se
tenían que quedar en su casa si no cumplían cómo se esperaba de ellos. Así, sin
más, eso es lo que se hace en el país vecino. Fácil, ¿eh? Pues ya ven. Quizá
habría que aprender eso de la autogestión, que los aficionados elijan toros y
toreros, que den el visto bueno a lo que se va a lidiar en sus plazas y que
vayan con el dinero por delante, dejándose en paz de chanchullos, pasteleos y
enredos que solo benefician a los mediocres y a los chupasangres que inundan
nuestra Fiesta. No sé si tal autogestión sería efectiva en España, no porque
las leyes y la Administración no lo permitieran, sino porque no sería de
extrañar que los comisionados elegidos se convirtieran en taurinos de pro a los
diez minutos. Quizá ese sea el mayor obstáculo para el triunfo de estas
fórmulas que tan eficazmente funcionan de los Pirineos para allá.
Quizá también deberíamos aprender de Francia eso de “a Dios
rogando y con el mazo dando”, ¡qué cosas! Aquí se hacen declaraciones y más
declaraciones con el fin de proteger los toros y punto, como si comprando el
jarabe se nos curara la tos. Los señores políticos y profesionales del gremio
se hacen la foto, ponen cara de sesudos y cada uno a lo suyo, a mantener el
negocio. Los señores franceses también hacen sus declaraciones oportunas para
proteger y garantizar la buena salud de la fiesta. Y digo garantizar la buena
salud y no garantizar la permanencia de la Fiesta por los siglos de los siglos.
Así nadie podrá prohibirlos, en teoría y mientras no se promulgue una nueva ley
que contradiga la anterior, pero allá penas si la degeneración se lleva por
delante nuestra pasión. Los galos además de comprar la medicina, la administran
cada ocho horas o después de cada comida, en forma del toro íntegro, respetando
y dando el valor que tiene la suerte de varas y anunciando hierros que en
España ni se nombran y que si no fuera por esa válvula de escape que es
Francia, habrían desaparecido hace tiempo.
Quizá a muchos les resulte novedoso, vanguardista incluso,
lo que se hace en Francia, la forma de llevar la fiesta, pero no, ni es
moderna, ni una locura, es lo que se hizo siempre, aplicando un enorme sentido
común. Lo que me cuesta asimilar es cómo los aficionados hispanos corremos a
cruzar la frontera para ver toros, con unos esfuerzos de tiempo, dinero y
energías admirables, pero en cambio a este lado de los Pirineos parecen sumisos
pagadores, dóciles y tiernos señores que callan y otorgan. ¿No merece nuestra
Fiesta, la de aquí, un poco más de raza, casta y bravura? Que nadie vea una
censura, pues también entiendo el hartazgo que les ha conducido a este callejón
sin salida, faltaría más. Ese viajar a ese nuevo Perpignan taurino. Pero
exijamos, exijamos y exijamos. Que vuelva lo que nunca debió dejar de ser,
exijamos la suerte de varas, exijamos el toro, exijamos la variedad, exijamos
el respeto por la lidia, exijamos. Lo tenemos en nuestra mano, no se puede
dejar esto morir, porque como se muera el flamenco en Jerez, se desintegra en
Japón. Agradezcamos a los señores de Céret su ofrecimiento para exportarnos su
modelo de gestión, faltaría más, pero quizá antes tendrían que pensar en dar
toros en plazas en condiciones, no en patios de colegio en los que no caben ni
las rayas del tercio, que realmente, si el sentido común imperase, sobran, lo
mismo que esos inventos de pintar el ojo de una cerradura en el ruedo, esa
necesidad de recordar a los espectadores la procedencia de las ganaderías,
yéndose en ocasiones demasiado lejos en eso de la genealogía, así como ese afán
de encumbrar gladiadores y no toreros, esa admiración por los vestidos
ajironados y no por la torería que no deja asomar el desmadejamiento del que
acaba de vencer a la muerte. Y si todo esto les parece un imposible, un
absurdo, pues entonces apriétense los machos y prepárense, porque entonces sí
que se hará realidad lo de “Japón, cuna del flamenco, asesorados por Céret”.
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