La visión de los toros por parte de un niño, a veces es tan pura, como sincera y como ilustrativa |
Será por instinto, quizá el legado cultural o la herencia genética, hacen que el hombre desee y procure lo mejor, lo que él considera mejor, para sus crías su descendencia. A los hijos, a los nietos, los mayores quieren dejarles, aunque sea una utopía, una gran fortuna que les arregle la existencia futura, un valioso recuerdo que les permita permanecer en la memoria, una educación que les haga valerse en la vida. Pero no todo son relojes de oro, cuentas corrientes, una casa en el pueblo o en la playa o una colección de sellos, hay legados intangibles que casi nunca pueden medirse en cifras seguidas de ceros y más ceros, pero que tienen un gran valor. Y si de eso hablamos, la afición a los toros es una de las herencias que no solo no suelen malgastarse, sino que se acrecientan con los años. Basta con sembrar una semillita, para que cada uno vaya haciendo crecer un árbol que llegará a ser robusto y frondoso, incluso para darnos abrigo en momentos de poca fortuna.
Aquel día un abuelo, el padre que ya había prendido esa afición al toro en sus hijos, vivió el momento que tanto esperaba, el niño, su nieto, ya tenía edad para poder aguantar dos horitas en los toros, ya era tiempo de su bautismo taurino. Uno de tantos de la feria de Madrid, se convirtió por azar en uno único y especial. Solo tuvo que quedar una entrada libre, una tarde agradable, soleada, sin agobios y que el niño accediera a ir con el abuelo y el papá a eso que iban todas las tardes de mayo. Un acontecimiento que comenzó en el mismo momento en que se tomó la decisión y que prosiguió según se iban acercando a la plaza, el niño mirándolo todo, callado, con los ojos muy abiertos, girando la cabeza a uno y otro lado y haciendo reparar al abuelo y al papá, cada vez que veía algo que le resultaba conocido, algo ya familiar para él; el puesto con capotes, muletas, estoques, toros, carteles y por supuesto, el puesto de los helados. El abuelo tieso, erguido, que el orgullo le impedía mirar al suelo, excepto si no era para dedicarle toda la atención al crío.
Llegó la hora de entrar a la plaza, el papá del niño se disponía a preparar las entradas, haciendo malabares con estas, con la mochila de la merienda, la botellita del agua y no dejando que el mozo se le fuera de la mano. Y de repente, el abuelo levantó su bolsa con los prismáticos, la almohadilla y programas de al menos una semana antes y chocándola contra el pecho del papá del niño, le dijo: toma, cógeme esto. Y sin mediar más palabra, cogió la mano de su nieto y directo a la puerta, sin mirar ni de reojo si su hijo tenía manos para todo, porque él solo tenía ojos para su niño. Y allá que entraron los dos, de la mano, con tanta solemnidad y orgullo como los césares cruzaban el arco de triunfo después de una victoria. No importaba como se apañaba el improvisado porteador, lo importante era que ese día de mayo, él había llevado a su nieto a los toros. Pasearon con sosiego por los pasillos de la plaza, para que el esbozo de aficionado pudiera verlo todo, carteles, azulejos, unos señores gritando y vendiendo almohadillas, otros corriendo con cajones llenos de bebidas, otros distraídos mirando a las nubes luciendo claveles en las solapas, señoras subidas a tacones que no aseguraban la integridad de sus tobillos, unos mozalbetes repartiendo unos cuadernillos, que fueron a buscar el padre y el hijo y que el nieto, imitando a sus mayores, también pidió el suyo. Que no sabía leer, pero sabía que lo de la portada eran un toro y un torero, de eso no tenía duda.
Y cuándo el abuelo le quiso enseñar la puerta por la que los toreros salían a hombros, el niño vió como en una puerta grande, enorme, monumental, se abría una hoja y dejaba entrever dos caballos blancos. Tiró de la mano que le sujetaba, mientras abuelo y padre le querían retener, porque allí no se podía ir. Pero los guardianes de esa puerta no lo debían saber y en lugar de impedir el paso, citaron de lejos al niño, le abrieron la hoja más grande y le invitaron a ver los caballos. ¡Caballos! Exclamó el alevín de aficionado con los ojos de par en par. Pase, pase, dijeron los porteros. Y sin saber ni cómo, ni de qué manera, el niño se levantó del suelo medio metro. Un señor todo de negro, con una capa negra, botas negras y sombrero negro con plumas de colores, le cogió por los brazos con la idea de subirlo a un caballo. ¡Señores! Que ya somos mayorcitos. Pero el que era mayorcito y pesado, era el niño. El alguacilillo desistió, a medias, del intento y le ordenó al papá: súbelo tú, que me pesa. Y aúpa el mozalbete, subido en uno de los caballos que iban a abrir plaza. Para qué más. El rey del mundo, príncipe del universo, encaramado en la silla de uno de los caballos de la autoridad.
Al fin la terna de padre, hijo y niño se encaminaron a la localidad. Y por si fuera poca la carga, una almohadilla para el chaval. Había que subir al sitio, pero para estas tareas más pesadas ya estaba el papá e hijo al mismo tiempo. El niño, la mochila de la merienda del niño, la bolsa de los prismáticos, la mochila propia y la almohadilla de la plaza, ligera y flexible dónde las haya. El padre a un lado, el hijo al otro y en el centro, el debutante, que en esa espera hasta el toque de clarines recibió todas las carantoñas imaginables de los habituales de todos los días, los mismos que le fueron ofreciendo caramelos, pipas, quicos, panchitos, pastas, magdalenas, melón en tacos y el mundo en papel de plata si hubiera hecho falta. Preguntas de quién es tu torero y gran celebración de los mayores cuando la respuesta era José Tomás. Allí había un aficionado en ciernes y de los que saben. Bendita ingenuidad. Sonaron los clarines y timbales, que no sorprendieron, porque ya sabía que así empezaban los toros. Los caballos que ya eran viejos colegas y después los toreros, aquello iba a empezar, de hecho, ya había empezado. Lo que pasó después poco importa, porque lo que realmente importaba era que el abuelo había llevado a su nieto a los toros, con el orgullo, ilusión y satisfacción que eso le producía, porque no era poca cosa, era la primera vez del niño y el gran día del abuelo.
Enlace programa Tendido de Sol del 29 de marzo de 2020:
https://www.ivoox.com/tendido-sol-del-29-marzo-de-audios-mp3_rf_49414190_1.html
1 comentario:
Enrique: Cuánta verdad y cuánto amor hay en tu entrada. Se me pone la carne de gallina al leerte porque, también a mí, a pesar de que ahora no escribo sobre toros, me hubiese gustado poder llevar a mi nieto a los toros por primera vez.
Mucha gente puede no entender lo que sentimos, pero ahí está dicho todo.
Un saludo.
-MiguelitoNews-
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