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El indulto debería ser para toros excepcionales, porque todo lo que no sea es, es abaratarlo y minar los fundamentos y esencia de la fiesta
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Ya son unos meses de sobrellevar la carga que está
suponiendo esta atípica, extraña y nunca deseada temporada taurina. Que son
muchos los elementos que la hacen especialmente rara, entre ellos el querer
hacer de ella un rosario de triunfos, como si el paseo de un moribundo por la
habitación nos hiciera pensar que el paciente se va de jarana en cuanto le
traigan ropa de calle. Y esa supuesta buena salud parece que se quiere ver
reflejada en el excesivo número de indultos. Que a nada que nos descuidamos, ya
está en el tendedero el pañuelo naranja y en el caso en que el usía de turno
diga que nanay y ese gesto con la mano de a matar, ya se monta la marimorena.
Ya tenemos a los taurinos hablando de robos, de injusticias, de antitaurinos en
los palcos, de poca vergüenza, de democracias y del sentir del pueblo, todo a
la vez, mientras el ganadero lo mismo anda trepando por las tapias de la plaza
para alcanzar el palco, que se pone a vociferar y gesticular allá dónde le
pille, como si se le hubiera metido una avispa por el cuello de la camisa.
Que ahora parece que sin indultos no hay fiesta, se ha
convertido el indulto en la cumbre máxima de la fiesta y tomando el rábano por
las hojas, resulta que lo convertimos en señal evidente de nuestra humanidad,
pues no se mata al toro y se le permite volver al campo con la familia. Pero
claro, si somos humanos y buena gente cuándo se indulta, ¿qué somos cuando no?
¿Unos villanos, malotes y desalmados pero que calmamos nuestra mala conciencia
devolviendo a un toro a la dehesa? Quizá demasiado simplista, ¿no? Más bien
parece que el sentido del indulto, como otros tantos aspectos de la fiesta, se
ha desvirtuado y reinterpretado según unos criterios de modernidad que obvian
en gran medida los fundamentos sobre los que se construyó el rito. Y si nos
entretenemos en mirar y rebuscar opiniones de gentes que no solo viven del
toro, sino que además lo crían, puede incluso que se nos abrasen los circuitos
y entremos en un profundo coma taurino. Y baste un ejemplo, la opinión de uno
de los nuevos gurús de la tauromaquia, don Justo Hernández, propietario del
hierro de Garcigrande, se nos despacha con: “Pienso que un toro indultado no
tiene por qué valer siempre para padrear”. Fin de la cita. ¿Entonces? ¿No se
suponía que la intención era aprovechar un toro excepcional para mejorar la
cabaña y no perder su simiente camino del desolladero? Pues según este señor,
al que ahora resulta que los de luces quieren aparatar porque no pueden con sus
toros, que por otro lado no pasan ni con aprobadillo bajo el primer tercio y
que supuestos aficionados exigentes concienzudos y maxiexigentes alaban sin
pudor, decide que lo del indulto es el fin y no la consecuencia de todo este
tinglado que llamamos “los Toros”. El mismo que aboga por abolir los
reglamentos y que afirma que en el caballo no se puede medir la bravura, que
igual hasta es verdad, pero lo que está claro es que es el método más próximo
para al menos intentar adivinar tal condición de un animal, que tampoco vamos a
ponernos absolutos, pero…
Que igual es que uno no está demasiado familiarizado con
este presente que nunca habría imaginado en el pasado, pero así vamos. El
indulto se convierte solo en un premio, o supuesto premio, para un ganadero y
punto. Que luego ya verá él si manda al indultado al matadero, al taxidermista,
a un zoo o a Hollywood para que interprete a Ferdinando en una nueva versión con
actores reales. Que parecerá una melonada, pero bueno, si lo pagan bien. Que ya
me veo al señor Hernández con su indultado de la mano presentándose en la
premier de la película en los cines de la Gran Vía de Madrid. Aunque pensándolo
un poquito, tampoco sé de qué me extraño, pues esto no parece más que una
consecuencia de lo mucho que llevamos rodado. Si el puro fundamento de la
corrida de toros ha pasado de ser la lidia de un toro fiero, agresivo y
encastado a ser un acto en el que el objetivo sea que un animal colabore y se
entregue para que el de luces obtenga trofeos a troche y moche… Poco más se
puede añadir, ¿no? O igual sí. Que algo hermoso, útil y excepcional se
convierte en otra cosa, un engendro ausente de sentido y vulgarizado por esa
absurda cotidianeidad que no se sostiene.
Ahora resulta que vamos a tener que ir a los toros a pasarlo
en grande, a hacer una gran fiesta, todo júbilo y jolgorio. Que igual alguno se
me escandaliza, alguno de esos que dicen que van a los toros a emocionarse, esa
cantinela tan repetida una y otra vez, que la han vaciado de contenido,
especialmente porque los hechos son los que descubren a los aspirantes a
emocionarse. Se emocionan al ver a un señor trapaceando sin freno, da igual de
qué manera, a un animalito que va y viene detrás de la zanahoria, para culminar
con la locura, con su verdadero porqué de esta fiesta, primero el indultar al toro
y después pedir tantas orejas que no habría sonotones en el mundo para
cubrirlas. Eso sí, no les pregunten por lidias, por tercios de varas, ni nada
de nada que se salga de su corrosivo triunfalismo. Igual hasta se ofenden y te
mientan a la madre. Que son así de sinceros los amigos. Y mientras, los demás,
los que no entendemos nada de nada de esto, nos debatiremos entre hablar de
indultos o indultitos.
Enlace programa Tendido de Sol del 27 de septiembre de 2020:
https://www.ivoox.com/tendido-sol-27-septiembre-de-audios-mp3_rf_57101534_1.html
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