Ser torero es mucho más que dar pases o torear |
Lo de las Escuelas de Tauromaquia ha sido una constante en
la historia del Toreo, desde aquella que mandó crear el rey don Fernando y de
la que hizo cabeza visible a Pedro Romero, rectificando su decisión inicial en
la que nombraba director a Jerónimo José Cándido. Escuela cuyo único fruto a
destacar fue un tal Francisco Montes, “Paquiro”, que ya por aquel entonces
llamó la atención del maestro rondeño. Famosa es la lámina en la que se ve a
Pedro Romero corrigiendo al alumno en la misma cara del novillo, haciéndole las
oportunas indicaciones. Incluso si atendemos a las cartas que don Pedro hacía
llegar a Su Majestad para informarle de los progresos de la escuela, se observa
como hace hincapié en las condiciones de los aspirantes según sus aptitudes
ante el toro; siempre bajo la óptica de lo que marcaban unas reglas no escritas
de lo que debía ser un torero, dentro y fuera de la plaza, ante los compañeros
y ante el aficionado.
Perdonen esta introducción apoyada en hechos recogidos en
los anales de la Fiesta. No he pretendido otra cosa que situarnos en el tema,
sin ánimo de utilizar la historia como una coartada ventajista para justificar,
validar y alabar lo que se hace en la actualidad, queriendo ganarme el favor de
los maestros de estas instituciones, ni de otras amistades de entre los
taurinos, con los que por el momento no tengo ningún trato amigable, y que Dios
lo prolongue muchos años, no por nada sino porque eso dificultaría la
independencia, podría ser causa de conflictos y motivo de disgustos. Pero puedo
estar tranquilo, pues los señores taurinos con toda seguridad que no saben de
la existencia de este blog, ni mucho menos de la de su responsable.
Lo que yo me pregunto ahora, a raíz de una conversación con
mi amigo Xavier González- Fisher, quien sabe retorcerme la sesera obligándome a
pensar un paso más allá, en la que concluimos que a los chavales se les enseña
a dar pases, pero no a torear, ni a ser toreros. Una circunstancia que siempre
está presente frente a nosotros, pero en la que no siempre reparamos, nos
quedamos un escalón por detrás de la exigencia que debe pedírsele a las
Escuelas y a los docentes que tratan a los aspirantes a toreros. A todo lo más
que llegamos es a pedir que les enseñen a torear, a conocer las claves de la
lidia y a saber que argumentos utilizar ante el toro, pero no demandamos el que
se les enseñe el camino de ser toreros.
En los colegios a los niños se les enseña primero cuales son
las letras, cómo unirlas, cómo suenan y cómo forman palabras, estos aprenden
los números, las sumas, restas, multiplicaciones y divisiones. Van avanzando y van
ampliando sus conocimientos, pero con todo lo importante que es saber que
España limita al norte con el mar Cantábrico y los Pirineos, a los niños se les
enseña a comportarse en la clase, a no correr por los pasillos, a no gritar, a
saber esperar su turno en la fila, a hablar pidiendo la vez, a compartir las
cosas y el espacio, a llamar a las puertas, a presentar los trabajos limpios,
con claridad, a no pintar en los libros o a utilizar la papelera. Que si
juntamos todas estas piezas, nos damos cuenta de que lo primordial, el
principio de todo es convertirse en personas, en ciudadanos, para que cuando
sean adultos, aparte de saber de integrales, fórmulación, sintaxis o sobre lo
que supuso la revolución industrial, tanto en inglés, como en español, no se
pongan a llorar cuando un compañero de trabajo les pide la grapadora, ni se
líen a tortazos con el que les ha cogido el boli, ni que se toquen los pies con
las manos, se metan los dedos en la nariz y en el culo de forma alternativa,
para luego metérselos en la boca justo antes de estrecharte la mano.
Pues bien, la torería hace todas esas cosas con sumo
descaro, sin entender por qué alguien no accede a estrecharles la mano después
de haberse explorado los esfínteres rectales en forma de pases desabridos,
vulgares y aburridos, deambulando por los ruedos con aire despistado guiado por
la soberbia que impulsa la ignorancia, ante unos animales indignos, inválidos,
moribundos, con una presencia insultante, que dan más pena que miedo y que más
que respeto despiertan lástima. Pero estos señoritos que se disfrazan de
toreros, que a veces sobrepasan lo grotesco con pleno convencimiento y que no
escuchan otra música que la del “¡Bien torero!” cantada por los aprovechados a
los que esto de la Fiesta les importa un pito y que solo se preocupan de llenar
su bolsa, su panza y la talega de la vanidad. Les convierten en figuras, pero
nunca llegan a conseguir que sean toreros, matadores de toros. Una legión de
mediocres que se tapan entre si, a veces esperando verse beneficiados por el
abrazo divino de los de arriba, aunque su día a día discurra esquivando la
inmundicia que circula por las cloacas a las que se ven condenados. Como esos
niños caprichosos que están aprendiendo a ser adultos, echan la culpa a los demás,
nunca asumen responsabilidad alguna y si un inculpado se les hace presente, de
la misma forma que esos mocosos de parvulitos, niegan todo y dirigen sus
insultos a un tercero. Eso sí, dónde coinciden todos es en elegir a los que
pagan como culpables de todos sus males, porque parecen darse cuenta de que los
aficionados les han descubierto con los deberes por hacer, los cuadernos
manchados de grasa, los libros pintarrajeados y desencuadernados y una colección
de pinturas y lápices que han quitado al compañero. Quizá todo esto nos lo podríamos
evitar si en esas escuelas taurinas los maestros fueran tal cosa y empezaran
enseñando algo tal sencillo y tan complicado como es ser torero. No se trata de
ser profesional, ni figura, ni nada parecido, no, esa es una confusión
interesada que muchos de los que viven del toro pretenden alimentar. Pero ya
nos dicen algo, ya se delatan ellos solitos, cuando se ponen tan serios para proclamarse
profesionales. ¡Ay! Qué mala cosa cuando algo tan grande como ser torero o
matador de toros, lo queremos reducir a ser figura, a ser... profesional. Eso sí,
mientras subsiste esa plaga de aprovechados que sigue viviendo del dinero que
paga el aficionado. Pero nada, que sigan a lo suyo, que si no se deciden a
cambiar el rumbo puede que pronto se encuentren por los caminos buscando a ver
si quedan primos que sigan permitiéndoles vivir de la sopa boba del toreo. Es muy difícil ser torero, vivir en torero, dentro y fuera de la plaza; los hay que no lo consiguen ni en el ruedo, que ni llegan a adivinar ese sentimiento único que solo se encuentra en el toreo, que solo se consigue con el toro. Y yo que pretendía alejarme de todo esto.