Decía que era de Triana, pero no era verdad, Belmonte venía del mismo Olimpo de los dioses del Toreo, aunque este bien podría tener una sucursal en Triana. |
Hasta hace un tiempo esto de los toros respondía a
sensaciones, emociones, la incertidumbre, la perfección de lo imperfecto, el
impulso que escapa del alma y el permanente deseo de volver a experimentar
aquello que vivió una tarde, o quizá muchas, pero como si cada natural, cada
verónica o cada estocada fueran lo que hiciera que cada uno perdiera la
virginidad. Pero eso es imposible, ¿no? Exacto, pero, ¿no parece imposible el
Toreo? Es más, el Toreo es un imposible. Su pureza, su verdad, el riesgo y la
emoción que se le atribuye hacen que sea eso, imposible. Pensarán algunos que
al final he visto la luz y no he tenido más remedio que reconocer que lo que
tanto tiempo llevo pidiendo desde aquí y que tantos otros también demandan
desde otras ventanas, es imposible de realizar por el ser humano. Quizá habrá
quién se sienta defraudado, lo siento y pido perdón. Permítanme que les pida
que reflexionen, que lo piensen con detenimiento y puede que saquen las mismas
conclusiones que yo, el Toreo que llamábamos “Clásico”, es imposible, es una
utopía.
Exigimos a toreros que ahora son las máximas figuras, como
El Juli, El Cid, Manzanares, Luque, Perera, Castella, incluso Morante o
Talavante, que por momentos parecían acercarse a esa utopía, que hicieran algo
que no está al alcance del ser humano. Es hasta una exigencia desmedida,
cegados por ese ideal, por eso que se dio en llamar “Toreo Clásico”. Y por si
fuera poco, con el agravante de pedir un toro que no ha lugar, que no permite a
los hombres alcanzar ese grado de perfección que deseamos. Malos aficionados
somos, muy malos, si no sabemos medir las posibilidades de los actores. Creo
que esto nos debería hacer recapacitar y tratar a todos estos toreros con la
humanidad que merecen.
Este ha sido nuestro gran error, un error de dimensiones
colosales, pedir un imposible a simples seres humanos. Claro que sí. Pero
también es verdad que si esto siempre hubiera sido cosa de simples mortales, a
lo mejor no nos habríamos entregado a esta afición del toro. Lo mismo, ni nos
habría interesado. Va a ser que los que se llaman aficionados y los que
aspiramos a serlo somos menos constante de lo que aparentamos. ¿Y cuál es el
motivo de haber estado entregados a esta pasión? Pues les voy a exponer mi
teoría, aunque lo más probable es que esté equivocada, como todo lo aquí
escrito hasta el día de hoy. Creímos en una ilusión, que un toro salía al
ruedo, un toro fiero, encastado, unas veces bravo, otras manso y otras las dos
cosas y ninguna de las dos a un tiempo y que vestido de torería y oro se le
enfrentaba un hombre para dominarlo, imponer su mando y acabar creando una de
las artes más bellas que los dioses pudieran haber imaginado crear. Y aquí
radica el error, los matadores de toros parecían hombres, se movían como
hombres, hasta tenían sentimientos, miedos y arranques de valor como si fueran
hombres, pero no eran hombres. Los matadores de toros eran dioses, hijos de
Zeus y Afrodita, Zeus y Deméter o Zeus y Europa. Luego nos convencían de haber
visto la luz en Sevilla, Borox, Salamanca o Madrid, incluso, los más atrevidos
decían que venían desde México, Aguascalientes, Monterrey, León. Pero no, nos
engañaron y esa mentira la hemos llevado al extremo y pretendemos que otros
nacidos en Velilla, Badajoz, Xátiva o Móstoles, puedan emular a los venidos del
monte Olimpo. Pobres ignorantes, pobres necios que pasean su necedad por el
mundo. Aunque no sé si lo es más el que no distingue entre dios y hombre, o los
que pretenden que el hombre supere al dios.
Los pobres mortales se tienen que conformar con ser “figuras
del toreo”, ¡qué lástima! Que próximas están sus metas, que corto recorrido se
marcan antes de tomar la salida, “figura del toreo”. Y los aficionados encima
mostrando su insatisfacción permanente, su eterno desacuerdo con eso que hacen
los hombres en la arena, exigiendo que alcancen a los dioses. ¿Puede haber
mayor injusticia? ¿Cabe mayor crueldad? Basta estrechar la mano a un matador de
toros para darse cuenta de que allí hay algo sobrenatural, algo que sin poderlo
remediar, nos empequeñece. Son esas sensaciones que a uno le remontan a su
infancia, cuando le llevaban a la puerta del patio de caballos a ver llegar a
los toreros. No había esas aglomeraciones de fans enloquecidos que tan frecuentes
son en nuestros días, ni esa histeria desmedida, como desmedidos son estos
tiempos. Llegaban un grandes autos redondeados, los Hispano Suiza, con el
esportón aplastando la capota y el botijo guiando la nave hacia la plaza. Se
detenía y al abrirse las puertas se aparecía el maestro, seguido de su
cuadrilla que, sentados en un tra
sportín que se desplegaba de la espalda del
asiento delantero, acompañaban al maestro desde el hotel. Los más atrevidos
saludaban al matador. Iban a torear, el toro les esperaba dentro. El ambiente
cargado, lleno de tensión, asombro y admiración. Algunos hasta salían echando
un pitillo, educados, ceremoniosos, pero conscientes de que el torero lo era
siempre, mientras los pitones le acechaba el corazón y cuando estos surcaban la
arena tras las mulas.
Lo pienso ahora y no sé si es mayor la injusticia de pedir a
las figuras que se comporten como dioses o la de pensar que a estos se les
puede llegar a imitar. En cualquier caso la cuestión es que esto es imposible y
hasta peligroso, pues si alguno osara tal hazaña, lo más probable es que
acabaría entregando el sable al oponente; pero, ¿y si descubriéramos que aún
hay algún hijo de Zeus que paseara de luces por las plazas? Seguro que no nos
daríamos cuenta y acabaríamos cometiendo el mismo error, les creeríamos simples
mortales, cuando no lo son. Por eso los incautos pecadores deberán someterse a
la ley del Toreo, la que dice que “La ceguera se castigará con penas de
prisión”.
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