Sería injusto quedarnos solo con el recuerdo de Belador, cuándo Victorino Martín echó toros mejores que este, pero sirva como símbolo de lo que fue. |
Corrían los años sesenta, cuándo un señor de Galapagar se
encontró tirado en una acera un lienzo hecho jirones, con el bastidor
descuajaringado y con un futuro próximo que solo apuntaba al matadero. Lo que
un día fue una obra maestra de la ganadería, estaba a punto de sucumbir para
siempre. Y fue este caballero de la sierra madrileña quién decidido se puso a
restaurar la tela, a sanear y encolar las tablas y que después de años de
minuciosa labor de restauración, presentó su obra ante la cátedra de Madrid.
Una pintura nueva, con toques de arte clásico, con una fuerte carga de casta y bravura,
solo apta para manos poderosas, templadas y con dominio. El 10 de agosto del
año 69, deslumbró la luz de aquella pintura, llevando un vendaval de frescura
al verano madrileño, cuándo los veranos de Madrid eran algo serio.
En su estudio de Galapagar siguió creando, toros de bandera
para el toreo clásico o alimañas que medían con exactitud la dimensión de los
toreros. El arte del antiguo Albaserrada se iba abriendo paso y cada exposición
se convertía en un acontecimiento en el mundo de los toros. Madrid entregado a
su arte, mientras él, el ganadero, empezaba a pasear su socarronería e ingenio
de hombre de campo, detalle que cuidó y se preocupó en alimentar. Le gustaba
contar que para ir a los toros tenía preparado su traje, encorbatado, para ir a
la meseta de toriles, haciendo brillar sus piezas de oro a cada sonrisa. Con su
traje de gala y todo, salió a hombros junto a uno de los que mejor supieron ver
su obra, Ruiz Miguel, y en el año 82, quizá el hito más destacado de su
historia y uno de los más sobresalientes de la historia del toreo, aquella
“Corrida del Siglo”, en la que “el Paleto de Galapagar” salió en volandas
camino de la calle Alcalá de Madrid, junto al ya nombrado Ruiz Miguel, José
Luis Palomar y Luis Francisco Esplá. Fue el uno de junio y con la televisión en
directo, que entonces no había tele todos los días, ni afortunadamente había ex
matadores comentando las corridas.
La entrega de la afición, de la sociedad del momento, mucho
más cercana a los toros, era absoluta. Victorino ocupaba portadas, programas de
radio, de televisión, tertulias de bar, en la oficina, en el metro, el paleto
era el amo. Y ese mismo año como en otras ocasiones, presentaba un toro a la concurso
de la Corrida de la Prensa, pero con una expectación extraordinaria. Los medios
se entretuvieron desde días antes, en decir que en ese festejo se podría
indultar un toro. El mejor volvería al campo y algunos preguntaban que cómo se
haría eso. La realidad era que los indultos solo eran permitidos en esto tipo
de corridas, ya fuera uno, dos o los seis toros de la corrida. Y salió Belador,
con B, tal y cómo figuraba en los programas, en las fotos de diarios y revistas,
hasta años después en que algunos empezaron a corregir a sus mayores. El toro
fue un buen toro, al que el público miró con ojos benevolentes y transcurrida
la lidia a cargo de Ortega Cano, se empezó a pedir que aquella pintura no se
fuera tras las mulillas. Y el bueno de Belador pasó a la historia de Victorino
como su gran obra maestra, al menos, como su Gioconda particular, la más
conocida y visitada por el gran público, el primer y único indulto en la plaza
de Madrid, hasta el momento, el toro aquel que pasó dos horas de más en el
ruedo venteño, al que le echaron los cabestros, un perro, le apagaron las luces
de la plaza, le encendían una desde chiqueros, hasta golosinas le debieron
ofrecer y nada, que estaba cómodo en la arena. El matador, que simuló la suerte
con una banderilla blanca, al final, dio una generosa vuelta al ruedo. Algo es
algo.
Victorino ya transitaba por los caminos de la gloria y no
necesariamente por el indulto, que no era más que otro eslabón en esta cadena
de triunfos. Madrid era su feudo de una forma incondicional, se le entregaba
cada fin de feria, cuándo para cerrar San Isidro asomaban sus obras de la A
coronada. Sorprendió cuándo unos años después decía aquello de que se habían
acabado los toros grandes, que eso ya era cosa del pasado y que más chicos,
resultaban mejor. Curiosamente, a partir de ahí, sus lienzos empezaron a lucir
otros formatos más manejables. Del arte puro y difícil de digerir para los que
calzaban las rosas, pasó a obras más comerciales, más al alcance de un mayor
número de toreros, las pinceladas se suavizaron, pero como la obra llevaba la
firma de Victorino, las galerías se los quitaban de las manos, que hasta indultos a diestro y siniestro fueron decorando las galerías.
Resultaba
extraordinaria la plaza, fuera de las de primera, en que exponía el “Paleto de
Galapagar”, pero el abanico se fue abriendo y ya se veían los de la A en plazas
que tarde lo habrían imaginado. Sus pinturas ya parecían menos trabajadas,
menos seleccionadas, quizá también se notaba la mano del hijo, que también
quería ser artista, aunque quizá sepa más de marchante que de pintor. Victorino
tuvo el valor de recoger algo prácticamente desahuciado, sanearlo, recuperarlo,
ponerlo en la cumbre y mantenerlo durante muchos años, de elaborar una obra con
su personalidad. Siempre se decía que era el que mejor sabía lo que tenía, que
no es poco, y lo sabía a la perfección, hasta límites de genialidad. ¿Momentos
de sombras? Claro, por supuesto, pero fue tanta la luz. Quiso buscar, indagar
en otros estilos, como el experimento de Monteviejo, que no salió, por el
momento como se esperaba, pero allí que se lanzó, como el buen ganadero que
era, único, no se conformó con salvar, recuperar y mantener, quiso más. En el
intento ya encontró el triunfo. ¿El mejor de la historia? Quizá no o sí, según
quién responda, pero, ¿importa eso mucho? Baste con decir Victorino, que todo
el mundo sabe de quién se trata, de Victorino, el ganadero artista.
Gracias, Descanse en Paz
1 comentario:
Descanse en paz
J.Carlos
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