jueves, 19 de marzo de 2020

Leandro Trujillo, “El Chispi”, castizo y aficionao


A veces es bueno vivir el toreo soñando

El Chispi, del barrio de Cuatro Caminos, es una institución en el barrio, es abrir la boca y ya tiene parroquia que le atienda y más si es un día de toros, después de la corrida; no hay ni habrá nadie que cuente los toros como él. Un portento de la oratoria popular, hecho a sí mismo a golpe de sablazo. Le llamaban “El Chispi” porque, según dice, se sacó el título de electricista diplomado y hasta trabajó en la Telefónica como especialista en “Redes de Alta Tensión”, lo que pasa es que un día de tormentas eléctricas y cuando él estaba encaramado a un poste de madera, un rayo le atravesó de lado a lado y de arriba abajo, pero gracias a Dios y a la resistencia a las corrientes de alto voltaje, sólo sufrió un desvanecimiento de unos pocos minutos y salvó milagrosamente la vida. Cada vez que tiene oportunidad cuenta cómo el rayo le crucificó en el aire, sí, sí, como lo digo, crucificado en el aire, suspendido unos segundos y al cesar la descarga cayó sobre el palo y quedó enganchado en los soportes que él mismo estaba reparando. Tuvieron que bajarle otros operarios, trepando poste arriba como si subieran una cucaña, dejándole descolgarse poco a poco, hasta llegar al suelo. Sólo le quedó una cicatriz en la ceja izquierda, dividiendo esta en dos partes, la de acá y la otra. Pero esto es lo que cuenta “El Chispi”, porque si se hace caso a la madre, la única verdad es la cicatriz y no fue por ninguna descarga, ni ningún poste, ni nada de eso, fue que de niño se pisó el babi de la escuela de don Jacinto, por la calle Jaén, y fue a dar con el pico de la mesa del maestro. Pero esta versión era inmediatamente rebatida por el protagonista, quien aclaraba que por aquel incidente ya no pudo volver a trabajar “en lo suyo”, pues con recibir la descarga de una pila de petaca, podría ser suficiente para provocarle un síncope que le ocasionara la muerte ipso facto o una parálisis de medio lado del cuerpo. Motivo por el que en el barrio nadie le conoce trabajo fijo, y mucho menos en “lo suyo”.

Es fácil encontrarse al “Chispi” merodeando por el mercado de Estrecho, por Tetuán, Bravo Murillo, Cuatro Caminos y alrededores, lo mismo empujando un carro lleno de cajas de verduras, que cargando con los despojos para vendérselos a Rufo el porquero, que todos los jueves se acerca por allí desde Hortaleza, a buscar comida para los guarros. Hace mandados al de la ferretería, al farmacéutico, al pescadero, a Paco el de las pastas y pasteles, o a cualquiera que esté dispuesto a darle unas gordas por un servicio, pero a quien atiende con más diligencia es a doña Inés, la carnicera, que se quedó viuda hace unos cuantos años, cuando un tranvía se llevó para siempre a su marido, Marcial, que con tanto esfuerzo consiguió labrarse un porvenir despiezando y vendiendo todo animal que se pudiera hacer filetes o chuletas. Daba igual que tuviera pico, alas, cuernos o garras, o que mugiera, piara, relinchara o maullara, al carnicero todo le venía bien.

Chispi ponía todo el empeño de que era capaz por agradar a doña Inés, una señora de mediana edad, robusta, con sus redondeces estratégicamente aprisionadas o mostradas y una carcajada con eco, escandalosa, que escapaba de sus adentros de la misma forma que lo hacían las flatulencias. Se dice que cuando dos números de la Benemérita fueron a darle la mala noticia de su marido, ella primero explotó con una carcajada, para pasar al llanto, los lamentos y un grito que repetía una y otra vez, “¡Marcial, el tranvía te ha matao!¡Marciaaal, el tranvía te ha matao!”. Pero lo que quedaba de Marcial no la podía ya escuchar. Quien sí la escuchaba, y con mucho agrado, era El Chispi, al que no le importaría cuidarle el negocio y el puesto de carne que la señora mantenía y que le permitía vivir muy bien.

Secretamente, para evitar comentarios inoportunos, doña Inés le regaló a El Chispi el carné de socio del Madrid y del Aleti de Madrid que don Marcial tenía desde tiempo inmemorial. Le cambió la foto de los dos y los exponía a la envidia del barrio para que vieran que era un recadero con posibles. Pero cuando más disfrutaba era cuando hablaba de toros, ahí él era una autoridad, la autoridad. No había duda que no resolviera y en caso de disputa, lo que Chispi decía era la verdad más absoluta. Él, menudito, delgado, bajito y mal vestido, cuando de toros se trataba, se crecía y se sentía más grande. El toro era algo muy serio, tanto que no permitía que nadie le acompañara a su localidad primero en la plaza de la carretera de Aragón y ahora en la de Las Ventas. Ni tan siquiera admitía pareja para hacer el trayecto de Cuatro Caminos a Ventas más animado.

Los días de toros el Chispi dejaba el barrio muy pronto, para ir viendo el ambiente y coger un buen sitio, decía. Ya en Manuel Becerra bajaba hacia la plaza con ese porte que sólo tienen los toreros y los que creen serlo, sin haberse enfundado jamás una taleguilla, pero era un sentimiento tan profundo que le iba transformando en la medida en que el olor a puro se hacía más presente. Ya en la plaza, se apostaba en la puerta del patio de caballos y era el primero en saludar y desear suerte a los matadores, como el que se la desea a un íntimo amigo, a un primo o a un vecino que fuera a torear. Llamaba a todos por su nombre de pila e incluso con diminutivos, cuando no era el caso, o con el nombre original cuando sí lo era. Si el torero se llamaba José, él le recibía como “Pepín”, y si le motejaban Periquito, él se ponía solemne y le llamaba Pedro. Siempre diferente, para hacer ver que su relación con ellos era especialmente estrecha.

Poco a poco iba viendo cómo la gente entraba en la plaza y la explanada de delante se iba vaciando. Entonces recolocaba en la parte de atrás, en los terraplenes que había por donde estaban los corrales y pegaba la oreja para saber que pasaba. Escuchaba los olés, los pitos, las broncas y se iba haciendo una idea de cómo marchaba la corrida. Cuando calculaba que el último de la tarde ya estaba en el último tercio se encaminaba hacia la Puerta Grande y se colocaba apoyado junto a las taquillas. La corrida ya había acabado y empezaban a salir los más impacientes, casi a la carrera. Y cuando ya aparecían los más sosegados, se arrimaba y escuchaba sus comentarios, que ¡vaya naturales! que si las verónicas de aquel, que cómo empujó el cuarto en los tres puyazos. Incluso preguntaba a unos y a otros hasta completar la tarde en su cabeza. ¿Cuál era la capa de los toros? ¿Han brindado a alguien conocido? Luego sólo había que recoger una entrada usada del suelo, de un tendido bajo de sombra, por supuesto, y para el barrio. Llegaba y lo primero que hacía era dirigirse a la bodega. Allí ya esperaban congregados los aficionados que no habían tenido la fortuna de poder “ir a los toros”. “¿Cómo ha ido Chispi?”. “No ha estado mal”. Y empezaba. “Eso sí, teníais que haber visto esas verónicas de recibo, primero una por el pitón derecho, así, con la rodilla en tierra  -ilustrando el relato con la postura torera, imitando el lance-, luego, erguido y majestuoso, le ha pegado una, otra, otra, así hasta cinco y la media en la boca de riego. La gente casi enloquece. Y el cuarto parecía un tren en el caballo, la primera vara desde el tercio, la segunda un poquito más lejos y la tercera…” Y así iba contando la corrida con todo detalle, recreándose minuciosamente en pequeñeces cómo el bordado de los vestidos, una joven del sol, los tics del toro, los capotazos de más, lo que no hicieron y deberían haber hecho. Su auditorio no perdía ripio, se escuchaba hasta la agitada respiración del bodeguero cuando El Chispi hacía del silencio una jaula en la que meter a sus devotos seguidores. Qué sabio, cómo ve los toros, como nadie. Era tal el encanto que producía y el agradecimiento de todos a aquel hombre que perdía su tiempo en contarles la corrida, que un día decidieron todos reunir dinero y pagarle la entrada, pues ya les parecía abusar de su paciencia. Empezaron juntando unas perras, pero no acababan de reunir lo que costaba un tendido del 9, de sombra, porque un maestro no merecía menos. La iniciativa llegó a oídos de doña Inés, quien decidió pagarle la entrada a El Chispi, agradeciéndole también ella los servicios prestados, o al menos la buena voluntad. Pero con una condición, le tenía que dejar que ella le acompañara. ¿Que mayor privilegio? Además ella era una antigua aficionada de cuando su padre empezó a llevarla a los toros de niña.

Llegó el domingo. Chispi, vestido de domingo, con los retales de todos los días y con un pañuelo al cuello, repeinado, con el pelo aún mojado y sin afeitar, esperaba a doña Inés en su portal; la señora apareció, él le ofreció su brazo y los dos se marcharon a coger el autobús, que era un día grande y había que tirar la casa por la ventana. Todos estaban en la calle, apostados contra las paredes, simulando tener algo que hacer, pero realmente estaban allí para saludar con discreción a la pareja, que iba sonriendo a derecha e izquierda. Llegaron a la plaza, doña Inés le entregó las entradas a su acompañante y éste las entregó al portero, que con una sonrisa se las cortó y devolvió, amagando descubrirse ante la señora. Ocuparon sus localidades, de sombra, por supuesto y esperaron a que empezara la corrida. Clarines y timbales,y cuando salieron los toreros para hacer el paseíllo, doña Inés no pudo contener su cara de estupefacción, con los ojos muy abiertos, cuando escuchó a Chispi: “Si salen con las medias rosas…”

Enlace programa Tendido de Sol del 15 de marzo de 2020:
https://www.ivoox.com/tendido-sol-del-15-marzo-de-audios-mp3_rf_48920581_1.html

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Magníficamente retratado el tal Chispi. He conocido y oido hablar de personajes parecidos, que comentaban los eventos siempre de oídas. Unos artistas "en lo suyo". Un saludo. Rigores.

Enrique Martín dijo...

Rigores, parece ser que era un tipo de personajes nada inusual, uno más de los que han hecho la fiesta como es.
Un abrazo

fabad dijo...

Hay Mas "Chispis" de los que nos creemos...
Un abrazo.

Enrique Martín dijo...

Fabad:
Incluso habiendo estado dentro de la plaza.
Un abrazo fuerte