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El ir a los toros encierra muchos placeres. Algunos se aprecian mucho más cuando ya son un imposible, porque a quién acompañabas ya se marchó para siempre, sin poder seguir aprendiendo y aprendiendo del toro, de la vida.
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Cosas del ser humano es que no demos valor a lo cotidiano, a
lo que nos pasa todos los días, incluso varias veces al día. Que no demos valor
a un hecho que reproducimos a cada poco, por ejemplo una vez por semana o
depende del momento, todas las tardes durante un mes o más, o todas las tardes
de una semana. Es lo de siempre, ¿qué tiene de extraordinario? Pues va a
resultar que ese hecho frecuente y hasta cotidiano, tiene todo el valor del
mundo; basta con que nos priven de él durante algún tiempo. Que son muchas las
circunstancias y hasta las personas que en estos momentos nos ha robado la
vida, pero quiero detenerme en el ir a los toros, en lo simple, lo sencillo que
resulta ir a la plaza. Basta voluntad, sacar una entrada y entrar en el edificio
en el que tantas y tantas veces se ha entrado. ¿Y dónde viene lo
extraordinario? En poder seguir haciéndolo, en que la vida siga su curso
esperado, en que no se desborden sus aguas, en que no lo anegue todo y nos
tengamos que conformar con el recuerdo.
Yo iba a los toros, desde que empezaba la temporada, porque
era el inicio, hasta el último día en octubre, porque era la última de la
temporada. Y así, pasando por mi San Isidro, más de un mes de toros, de
enfados, de ilusiones, de toros, de toreros, de horas mirando a una
circunferencia dorada intentando saber, queriendo descubrir el misterio que
allí sucedía desde el mismo momento en que un hombre citó a un toro, se le vino
hacia él, quebró su embestida y descubrió que eso le acercaba a la inmortalidad.
La gloria al alcance de un quiebro, de un librar la embestida, salvar los
pitones, burlar la fiereza, apartar a la misma muerte. Los toros, que gran
misterio. Que hay quién se cree con el poder de saber desenmarañar esa
encrucijada que forman la casta, el valor, la fiereza, la inteligencia, el
poder, la agilidad, el toreo, pero, ¡qué lejos están de la verdad! Y están
lejos, porque renuncian a la búsqueda, creyendo haber llegado a la meta. Si
acaso aprenden letanías supuestamente sesudas, imitan teoremas, teorías y tesis
adoctrinadoras.
Pero ese no saber, el aprender día a día, el descubrir lo
que hay detrás de cada ventana que abrimos al toreo es aliciente y espíritu
vivificante para todos los que querríamos ser aficionados y seguimos yendo a la
plaza, seguimos poniendo en práctica ese ir a los toros. Desde el momento en
que tras la comida se piensa en la hora de la corrida, en si lo mejor es el
coche, el metro o un largo y sosegado paseo calle Alcalá abajo. Llega la hora
de prepararse para salir. Mientras unos hombres van invistiéndose de oficiantes
bordados en oro, plata, blanco o azabache; mientras ellos tienen que mantener
el corazón dentro del pecho y las ideas funestas fuera de la cabeza, uno solo
tiene que pensar en coger la entrada, comprobar la fecha, no olvidar la
almohadilla, la libreta, bolígrafos y lápices para que el recuerdo no se pierda
al viento. Y vámonos a los toros. ¿Quién torea hoy? Preguntan antes de coger la
puerta. Los toreros. Y venga para la plaza.
Al aficionado a los toros le suele gustar encontrarse con
sus habituales y a muchos les llena de regocijo el contar entre sus amistades a
toreros, banderilleros, gente del toro, el codearse con la élite. Que no digo
yo que no sea grato, desde luego, pero a mí que me den los encuentros y las
charlas con los míos, que lo mismo es el de las almohadillas, aunque no se la
compre, pero que lo mismo te cuenta sus historias de médicos, que lo que le
apuran los exámenes, los porteros que un año estuvieron en tu grada y que te
cuentan la complicada mejoría después de la operación; el que satisfecho te
dice que su hija aprobó las oposiciones. Esos aficionados, amigos que te puso
el toro un día delante y con los que cruzarse por los pasillos es un deleite
para los sentidos, es escuchar la sensatez del que tanto ha visto, del que sabe
discernir y evadirse de locuras colectivas. El compañero que un día se sentó a
tu lado y al que le contaste que te ibas a la mili, que te casabas, que
esperabas un niño, otro, que el bautizo, la comunión, la universidad, las
vacaciones, las malas noticias de quién ya faltaba. Acoger a los que nos
visitan de fuera queriendo hacerles sentir tu plaza como suya, porque se la
quieres dar toda para ellos, contigo incluido. Esa prole de juventud de
gamberras formas y respetuosas maneras, que te hacen sentirte parte de ellos y
que quieren saber de toros, los cumpleaños, las alegrías, los ratos
complicados. Eso es también ir a los toros. Y cuándo sale el toro, cuándo
aparece el toreo, vibrar como uno solo, emocionarse todos a una y acabada la
temporada, pasar el invierno y reencontrarse en el mismo sitio, la primera,
porque es la primera, hasta la última, porque es la última, pasando por mi San
Isidro, afirmando sin reservas, que una de las mejores cosas que hay en el
mundo, una de las cosas que más me gustan y me llenan por dentro es algo tan
sencillo y tan grande como ir a los toros.
Enlace programa Tendido de Sol del 8 de noviembre de 2020:
https://www.ivoox.com/tendido-sol-8-noviembre-de-audios-mp3_rf_60073576_1.html
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