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La gran diferencia entre el ayer y el hoy... que cada uno juzgue cómo crea |
Si empiezan a pensar que todo lo pasado fue mejor que lo
presente, una de dos o estamos haciéndonos mayores, muy mayores o estamos
hablando de toros. Lo que me hace pensar que, ¿qué dirán los jóvenes del
presente en su futuro? Porque como su pasado sea mejor que su futuro presente…
No lo quiero ni pensar. ¡Señor, llévame pronto! Que uno no es que quiera dejar
ya este mundo, pero coincidirán conmigo,
ganas me dan. Que no sé lo que habrá de verdad en estas comparaciones
ayer hoy, hoy mañana. Pero lo que es difícil negar es que en esto de los toros,
el pasado parece hijo los dioses del Olimpo que engendraron héroes y animales
mitológicos y el presente es un apañado videojuego. Aquellos parecían flotar
sostenidos por leves brisas marinas y estos tienen que forzar las poses, los
ademanes, para parecer que luchan y vencen al mismísimo Satanás, inundando el
ambiente con el olor del sudor; pero no el sudor de la conquista, de la gesta,
simplemente son los efluvios del que está dónde no quiere estar e intenta
librarse de aquel trance de cualquier manera, sin importar si para ello tiene
que trampear y engañar, acabando con su enemigo, que no oponente, de una
cuchillada traicionera por la espalda.
En aquel pasado, tampoco tan lejano, el toro imponía miedo,
respeto, admiraba su casta y bravura, aterrorizaba la mansedumbre de los
marrajos, preocupaban las dificultades que presentaba hasta el más cándido de
los astados. Que cada uno tenía su cosa y ni del más noble entre los nobles se
podía uno fiar. Simplemente, porque allí había un toro. La jerga taurina,
siempre tan precisa, describía con dos palabras a cada animal. Al “toro de
bandera” se le oponía, con perdón, “el toro cabrón”; al boyante, el marmolillo,
al codicioso, el reservón. A la nobleza, el picante. Nada que ver con el de las
embestidas formales frente a las informales, el agarrado al suelo con el del
ritmo o el que se mete para adentro, con el que se va por fuera. Lo dicho,
mundos diferentes.
Los de luces han pasado de exhibir galones de “matador de
toros”, de “toreros de arte” o “toreros poderosos”, a querer llevar la camiseta
de “figura del toreo” y algunos, modelos de alta costura que les reconozcan
como “artistas”. Del poder y mandar al querer expresar. De la obligación, la
necesidad de llevar una lidia y hacer al toro, a esperar a dar un muletazo,
ignorando las más de las veces el capote, con un toro que sea “colaborador” y
con el que “sentirse a gusto”. Se empezaba en otros tiempos queriendo enseñar
al que no sabe con el capote, conduciendo las embestidas, para a continuación
ver su condición en el caballo. Los defectos se intentaban limar en ese momento
o al menos, intentando que estos no fueran a más. Frente a ese tener que hacer,
para después, poder hacer, nos encontramos con un hacer como si se hiciera,
cubriendo el expediente sin más. Lo del peto, pues un trámite más y si el
animal no había dejado claro aún que iba a ser un colaborador bonancible y nada
comprometedor, pues nada, se esperaba al manteo, que igual, con eso de no
molestarle, hasta acababa “sirviendo”. ¡Qué gran palabra! ¡Servir! Cómo se han
intercambiado los papeles. Antes, el que tenía que servir era el torero, servir
para conducir esa lidia, servir para ver al toro, servir para saber por dónde
sí y `por dónde no, o si de ninguna manera, servir para hacerlo y servir para
confirmar con la espada eso tan grande y honorable de “matador de toros”. Pero
no, ahora el que tiene que servir es el toro y, lamentablemente, no sirven
todos, porque hay malajes con cuernos que no se han acabado de enterar de cuál
es su obligación: servir.
Pero en este pasado y presente no solo son los que crían los
animales, los que los compran y los que se ponen delante. ¡Lo que ha cambiado
el público! Que de siempre el aficionado era minoría, eso está claro, pero es
que antes se le respetaba y hasta se le escuchaba. Ahora ni lo uno, ni lo otro,
no se le respeta, más bien se le desprecia y se pretende callar y no levantar
la voz, ni para decir un “muy buenas”. Y como cierre, podíamos pensar, o quizá
soñar, con una estocada hasta la bola en todo lo alto, pero… Nada de nada.
Aquello que a propios y extraños cautivaba, unos dando mil razones y otros,
solo una: no entiendo nada, pero aquí hay algo, esto tiene algo grande e
importante. A uno solo le queda decir que aquello me cautivó y me hizo querer
ser aficionado a los toros, a costa de lo que fuera, estudios, novias, trabajo,
amigos, vacaciones, fríos, calores, apreturas y hasta a costa de tener que ir
solo a la plaza, porque mi maestro un día se marchó para siempre. Eso sí, lo
que ahora llaman tan pomposamente
tauromaquia, eso… Lo único que me queda claro es que cualquier tiempo
pasado fue…lo que fue.
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