lunes, 1 de junio de 2015

Que embistan, que tengan movilidad y una cosechadora con aire acondicionado

Ni la estocada, única posibilidad de mostrar las ganas de un torero


Pensarán que qué tiene que ver esto con una cosechadora con aire acondicionado; pues realmente, nada, ni de lejos, ni buscando toda una vida alguna semejanza. Casi lo mismo que el deseo tantas veces escuchado a los toreros de que quieren un toro que embista y que tenga movilidad, con lo que de verdad desean. Es mentira, huyen del toro que embista y con movilidad, no lo quieren ni en pintura; lo que realmente quieren decir es que se pirran por una bobona que vaya y que venga y que no tengan que andar pendientes de si aquí me va o si no, si a esta distancia va a venirse o si se me va a parar, que ya salgan lidiados del cajón y que no tengan que romperse la cabeza con esas historias. Su ideal es que puedan dejar a un animal rondando el ruedo los dos primeros tercios y en el tercero que siga a la tela como los cachorros de Rin TinTín. Y punto. Y además, eso es también lo que quieren muchos de los que van a las plazas, que no les compliquen la vida y que puedan valorar la bravura, la complicación o las condiciones que sean del toro, simplemente viendo como baila detrás de la muleta. Y no le demos más vueltas.

La corrida de Baltasar Ibán ha ofrecido muchas posibilidades a la terna que ha tenido delante, otra cosa es que los tres coletudos estuvieran dispuestos a recogerlas. Ellos quieren ser como los que torean cincuenta corridas al año y punto, nada de querer ser toreros. A otro gato con esa raspa. Corrida dispar de presentación, destacando por arriba los dos últimos, de los que el sexto ha tenido que ser devuelto a los corrales por dañarse una mano. El primero, de Fernando Robleño, salió echando las manos por delante, mientras el matador se lo sacaba a base de capotazos, hasta que decidió cortar y dejar al toro a su aire. Hasta se tuvo que colocar el solito frente al caballo. El picador ni atino en el animal, para después picar trasero, sin castigo, con el toro de lado contra el peto. Para la segunda vara ya le dejaron en su sitio, pero cerca, para recibir un puyazo trasero, también sin castigo apenas y dejando que el ibán se estrellara contra la guata antes de poner el palo. Mientras se dolía de las banderillas Robleño inició el trasteo por ambos pitones y el toro quizá demasiado crudo, por esa manía de no querer picar ni los picadores, ni los matadores. Primeros derechazos con el pico y echando el toro hacia afuera, viéndose obligado a recolocarse casi en cada muletazo y lo mismo al natural. Vuelta al pitón derecho y la misma cantinela, mientras el de Ibán seguía embistiendo y marcaba el paso al torero, que en ningún momento toreó con un mínimo de mando y dominio. Pico y más pico, para acabar acortando en demasía las distancias, a ver si así se terminaba ese suplicio de embestidas sin interrupción. Acabó cerrándolo por abajo, muleteándolo por ambos pitones, para cerrar con una entera caída. A su segundo le recogió con mantazos muy inciertos. Le dejó tirado para la primera vara, traserísima y sin pegarle apenas, mientras el toro demostraba cierta fijeza. Escarbó y tardeó en el segundo encuentro con el caballo. Igualmente el palo muy trasero, con el toro pegando cornadas con el pitón izquierdo. Se dolió en banderillas y aunque no sin complicaciones, daba la sensación de poder ofrecer posibilidades a Robleño, siempre y cuando toreara lo mucho que le animal tenía que torear. Pero la faena ya empezó con el espada merodeando, a ver por donde le metía mano al pastel. Trapazos a diestra y siniestra, muletazos regañados, pero sin mando ninguno, simplemente un sacudir las telas por el hocico, para no llegar a ninguna parte. Pero al final ha dejado marchar dos toros que tenían mucho más que una sinfonía de destoreo desesperante.

Pero esto no es exclusivo de Robleño, Serafín Marín lo viene practicando de siempre y a estas alturas no iba a cambiar sus modos. El recibo a su primero fue con mantazos enganchados, sin que él supiera calmar los ímpetus de salida del toro. Le dejó suelto, a su aire y así fue al caballo, para recibir un puyazo en buen sitio y midiéndole el castigo. El ibán peleó, pero cuando más se enceló con el peto fue precisamente cuando le levantaron el palo. Sin colocar en la segunda vara, ya no se le castigo nada. Buscaba el refugio de toriles y se dolía sin disimulo de las banderillas. La faena de muleta empezó muy vulgar, con pases apelotonados y muy fuera, hasta que Marín optó por el arrimón, ahogando la embestida, con la pierna de salida muy escondida y llegando a ponerse verdaderamente pesado. Su segundo lucía una arboladura entre impresionante y para impresionar. Sin fijarle, faltaría más, le dejaron a su aire. Le meten debajo del caballo sin más, para que le dieran a base de bien, barrenando como ya no se ve, mientras le tapaban la salida; el toro cumplió en esta primera vara. De nuevo desde muy cerca, le siguieron pegando. La lidia era pésima y nadie hacía por remediarlo. Se dolió mucho de los palos y en el segundo tercio esperaba una barbaridad por el pitón derecho, lo que añadido a las precauciones excesivas del personal, complicó más las cosas. Vuelta al pico, a los trapazos, sin mando alguno, igual por uno que por otro pitón, con lo que la única opción que se le ocurrió a Serafín Marín fue la de ahogar las embestidas, a ver si así parecía amainar el temporal, lo que no dice demasiado de su labor. Quizá esperará a otras tardes y a otras ferias, si es que llegan.


Luis Bolívar asomó dispuesto con unos lances rodilla en tierra, pero inmediatamente cambió de opinión y decidió que los mantazos eran mucho más cómodos erguido. Mantazos para dejar al toro en el caballo entre las dos rayas. Ni le señalaron el puyazo. Capotazos en exceso, pero al menos para la segunda lo puso en suerte, llevándolo con un galleo con el capote. Tampoco se le castigó, la verdad; lo que ocurrió a continuación tuvo su cosa. Robleño fue a sacar el toro del caballo, ¡bendición! un matador que se apresta al quite, pero anda que tardó Bolívar en meterse por medio, que casi le arrolla el toro, impidiendo algo a lo que tiene perfecto derecho su compañero y que el público habría agradecido. Dejémoslo en que el matador no estaba demasiado enterado de lo que es hacer un quite sacando el toro del caballo, ni del turno de quites durante la lidia, que digo que es un derecho, aunque quizá lo más correcto sería hablar de obligación. El toro se dolió bastante de los palos, como toda la corrida. Le citó el colombiano con la muleta plegada, para dar un pase cambiado por la espalda, desplegando el engaño con el toro ya entrando en jurisdicción. Siguieron telonazos a dos manos, más una serie de trapazos. El toro iba de lejos con alegría, para que le cayera encima un chaparrón de pases sin mando, sin torear. El animalito parecía un avión, obligando al espada a estar permanentemente recolocándose. Lo mismo con la izquierda, mientras el animal se mostraba codicioso, queriendo coger la muleta. Urgentemente había que parar aquello, así que como tantos, a ahogar al toro. No era capaz de dejarle la muleta ni por asomo, desarmes, el torero desbordado y el de Ibán, sin torear. Al sexto, su segundo, le devolvió el señor presidente al corral, por dañarse una mano. En su puesto salió uno de Torrealta, feo de lámina, pobre de cabeza, que tomó las telas rebrincado. Bolívar largaba trapo como podía, teniendo que darse media vuelta y ceder terreno hacia los medios. Lo tiró de mala forma en el caballo. Le taparon la salida, mientras el sobrero solo peleaba con el pitón izquierdo. En la segunda vara solo se la señalaron, tapándole de nuevo la salida. Trapazos acelerados, banderazos, distante y echándolo para afuera, vueltas y más vueltas, más que un giraldillo. Desarmes, carreras y siempre a lo que el toro quiere, con el agravante de echarle la cara arriba. Pero luego les escucharemos clamar por toros que embistan, que tengan movilidad y una cosechadora con aire acondicionado.

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