Exclusivo para toreros |
Si hay algo que sacraliza aún más el rito de los toros es el
traje de luces, el vestido de torear, porque para eso nació, para eso se ha
mantenido en el tiempo y por eso mismo quedará en la memoria de los propios y
de los extraños. Taurinos, anitaurinos, hispanos o gringos, portugueses o
mandarines, es difícil que no identifiquen las sedas y los alamares como lo que
es, el traje de torero, el vestido de torear. Y redundo en estas formas porque
no tiene sitio, ni sentido emplearlo en otros lugares y momentos, es más, tampoco
puede ser llevado por quien al menos no sienta esto del toro, el toreo.
Cualquiera puede enfundárselo, pero muy pocos pueden vestirlo, porque está
reservado para esos seres privilegiados capaces de soportar sobre sí la
dignidad que impone como oficiante de un rito, de un sacrifico que nació en la
noche de los tiempos, cuándo los antiguos se lanzaron a jugar a burlar la
muerte en los pitones y que de generación en generación nos ha llegado como el
tesoro más preciado y precioso que los piratas de la Tortuga o los salteadores
del Valle de los Reyes pudieran imaginar. Sin planos cifrados, sin recovecos
laberínticos, basta con la línea recta que marca la verdad del toreo.
El oro reservado a los reyes, la humildad de la plata, el
luto del azabache o la pureza del blanco, bordados sobre la seda venida de
lejos para abrazar al héroe ibérico. De cabos blancos o negros, como dejando
ver el sentir del que lo viste; el miedo omnipresente o la entrega limpia y
pura al toreo, al arte eterno, al arte que perdurará mientras haya unos ojos
abiertos que lo hayan podido contemplar. Las hombreras que caen sobre la
espalda del torero con el peso de la historia, de una tradición, del acerbo de
un pueblo que se rindió al toro y al torero, adorando a uno y respetando y
glorificando al otro, con bordados agolpados sobre el cuerpo que el hombre
entrega a la pasión, con la emoción que genera la incertidumbre de si hoy será
sí o si será no, si vendrá la gloria del que vence a la muerte o del que se
entrega a ella, pero siempre tocando la gloria, porque no hay nada peor que ese
quedarse a medio camino, la mediocridad, que por mucho que la disfracen, sigue
siendo eso, mediocridad, a veces tintada de vulgaridad; y eso no cabe en el
toreo, porque el toreo es grandeza. Grandeza, guapura, majezas ceñidas con la
galanura del fajín y la elegancia del corbatín reventón al cuello. Esquivando o
apretando los bordados que son la imagen del trabajo, la minuciosidad y la
humildad de la obra de arte anónima al servicio del héroe clásico, el torero,
porque todo el mundo ve la obra nacida de unas manos, unos dedos ágiles y
sutiles, pero la memoria se queda en el que se enfrenta al toro, el que quiebra
la sangre que con ansia buscan los pitones.
Medias de torero signo de vida, de fuerza, color
deslumbrante que igual camina, que salta, que corre, pero que alcanza su mayor
expresión cuándo la quietud se hace interminable, cuando impasible siente como
el roce de la casta puede quebrar los hilos, pero no la determinación. Quietud
que imponen las zapatillas fijas en la arena, siempre para adelante, sin
conocer el echarse para atrás, el ceder terreno, porque es lo que manda el
toreo, siempre adelante, jamás hay que buscar la huida, al menos que una muleta
o un capote sean manejadas por manos hábiles de muñecas gráciles, que nunca
débiles, pues el toreo es mando y el mando brota de esas muñecas quebradas a
cada pase a cada lance, dispuestas siempre para el siguiente, para ese ligar imposible
tras imposible.
Nada más sincero que el traje de luces, el vestido de
torear, que dejan ver la arrogancia y la humildad, el valor y el miedo, el
poder y la fragilidad que se conjuran para crear ese arte que dicen efímero,
pero que se convierte en eterno al convertir la violencia de la embestida en
armonía. Es necesario despojarse de toda soberbia incómoda y asfixiante, de
logros pretéritos, porque ese toro es único y no sabe de triunfos en otras
tardes, en otras plazas. Será por ello que el torero se despoja nada más saltar
a la arena del capote de paseo, como si abandonara todo lo que ha sido para
entregarse de nuevo a ese querer volver a ser, como un renacer permanente cada
tarde, en cada toro. Con esa media luna de luto que es la montera, que apunta
hacia el suelo, al ruedo queriendo alcanzar la tierra, buscando su cobijo, el
abrazo de la madre, mientras la coleta, el añadido, la marca del torero, es el
eje que a modo de compás indica siempre la verticalidad del toreo, el timón que
marca un único rumbo, adelante, adelante y adelante, porque en el toreo no hay
sitio, ni momento para volverse atrás, porque así lo manda el rito, ese es el
sentido del sacrificio reservado a un único oficiante, el torero, el matador de
toros y por eso mismo los duendes o los ángeles celestiales le concibieron dentro
de un vestido para torear.
Enlace programa Tendido de Sol del 29 de enero de 2017:
4 comentarios:
Vestirlo muy pocos... enfundárselo no creas que tantos...
En la calle Jardines tiene su taller "la" Nati, ¡menuda SEÑORA!. En el final de San Isidro, cuando tengo la suerte de compartir contigo y tus amigos algunos días de TOROS, tuve la suerte de cruzarme con ella frente a su taller. No pude resistir la tentación de saludarle y rendirle mi emocionado homenaje...¡Cuanto sabe ella de enfundarse un vestido y de vestirse de torero!...
Esa tarde asistía a una Tv a rendir homenaje a "su marido" Enrique Vera, con motivo de la reproducción de una película de las que protagonizó. No se si era "Tarde de Toros" o "El niño de las monjas"... "El último cuplé"... Cuanto supo esta SEÑORA de vestir a un TORERO o de enfundar a un advenedizo...
Se aprecia mucho la sensibilidad del que lo escribe. Magnifico. Rigores.
Fabad:
Yo creo que tanto para vestirlo, cómo para hacerlo, hay que tener una sensibilidad y un sentimiento muy especial hacia la fiesta. Y es que todos los que pueden vivir en relación con el toro, me parecen unos privilegiados.
Un abrazo
Rigores:
Muchas gracias, quizá no tanta cómo los que lo aprecian con la lectura.
Un abrazo
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