jueves, 21 de mayo de 2009

Si algo puede ir a peor, tranquilo, irá a peor

Parecía que después de la corrida de Núñez del Cuvillo se había llegado al punto máximo de miseria taurina. Pues no, la de Peñajara ha demostrado que no y seguro que la de Juan Pedro hará que esta miseria sea aún mayor. Pero aunque nos quejemos, aunque tengamos que aguantar casi dos horas y media de inválidos y de toreros maestros en vulgaridad, seguimos encantados de la baraja de toreros tan buena que hay en la actualidad y de esos toreros poderosos que son capaces de someter a cualquier tipo de borrica con cuernos. Eso sí, el que lo vea por la tele, puede verlo en alta definición, que no se si quiere decir que lo malo se ve menos malo o que se ve mal, mal, mal.

Y la cosa parecía que no empezaba mal, con El Payo recibiendo al primero sin echar la pata atrás y queriendo hacer el toreo a la verónica, pero el toro, que parecía tener una buena embestida, daba señales de evidente flojera. Entró al caballo empujando bien, pero una nueva caída le mandó de vuelta los corrales. No pasa nada, casi todos los días de echa un toro a los corrales, después sale otro y ya está, la fiesta sigue. ¿La fiesta sigue? La fiesta no había hecho nada más que empezar. A partir de ahí empezaron a salir un inválido tras otro. Uno se estampaba contra la arena, otro rodaba como una pelota nada más salir del caballo, otro se retorcía después de clavar los pitones en el suelo y otro se tambaleaba como si volviera a casa después de una noche de juerga.

A El Payo se le vieron ganas y generosidad, como la que tuvo en los quites en su primer toro, invitando a replicarle y contrarreplicarle a Miguel Abellán, algo insólito, sobre todo en los tiempos que corren. Pero a que el toro no era un prodigio de la naturaleza, había que unirle que los dos matadores tampoco lo fueron. Gaoneras, verónicas, chicuelita, delantales, pero como si nada. El mexicano cerró la tarde de su confirmación con una buena estocada y una vuelta al ruedo y con la sensación de que hay que volverlo a ver con toros, no con moles de carne.

Pero aunque parezca mentira, había dos espadas más. Uno Miguel Abellán, que siempre parece que la cosa no va con él, distante, aburrido y sin gracia, que se pasó la tarde levantando el capote para que los inválidos no se cayeran y que cuando cogía la muleta sólo podía entrar a matar, cosa que hizo bastante mal, por cierto.

Y el tercero en discordia el catalán Serafín Marín, adalid de la torería en tierras hostiles a este arte. Y yo me pregunto, ¿por qué no deja solo a José Tomás para que muestre lo que es el toreo? Quizás los que abogan por la abolición podrían entender mejor porque nos volvemos locos cuando un torero hace las cosas de verdad, pero con Serafín… tengo mis dudas. Pobre Serafín, que se pasó enfurruñado toda la tarde, es que encima tuvo la mala suerte de que le tocara el único toro bueno y uno de los que mejor han embestido en toda la feria y él a lo suyo, a torear muy lejos. Pero no muy lejos de darle distancia y hacer que brillara por su bravura, no, que va, el alejamiento era en cada pase, que por la distancia a la que pasaba el toro, metro más o metro menos, se diría que podría pasar el AVE Madrid- Barcelona. Pero no seamos malos, sólo el de ida. Y después de una maratón de inválidos, como aquellas maratones de cine de antes, nos fuimos para casa pensando que la siguiente sería mejor, pero, ay el pero, el pero es que en la siguiente llegan los juanpedros y otra de esas figuras emergentes, el niño de Manzanares, al que todos quieren hacer un figurón. Pues nada, que Dios no pille confesados y que reparta suerte, porque como reparta justicia…

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